Nosotros le vimos en Emaús. Bueno, mejor dicho… nos vió Él a nosotros. Estábamos ciegos por el dolor y el llanto. Frustrados, rotos, traicionados… ¡Menudo estafador! ¡Él, que nos prometió instaurar la suerte de Israel! Huíamos de todo aquello, con un sentimiento amargo de traición y pena. Madrugamos, pues la noche era demasiado larga. Cleofás iba delante. Yo, callaba detrás de él. Seguía sus pasos como cuando iba detrás de los del Maestro. Así me entretenía y olvidaba pensamientos absurdos. De vez en cuando una palabra, una queja.
Él se nos cruzó. ¡Que torpes estábamos! ¡Tantos meses con Él y ahora no le reconocíamos! Es que nos mataba la pena, y no estábamos para mirar ni pensar. Hablaba, y hablaba. Era un Maestro de la Ley, pero no como los de Jerusalén. No sabía nada de Jesús, pero era como si lo conociera de siempre… Nos cayó bien aquel paisano...
Como se hacía tarde y no queríamos parecer desconsiderados, le pedimos que se quedara con nosotros. ¡Las leyes de hospitalidad obligan! Cleofás estaba más tranquilo. Yo observaba con un poco más de calma. Nos sentamos a la mesa. Y algo pasó. No me preguntéis qué fue; no sabría expresarlo. Como si se nos hubieran abierto los ojos, el alma entera. ¡Claro! ¡Él era el Maestro! ¡Y estaba vivo como nos prometió! ¡Si es que teníamos el alma entera abrasada!
Echamos a correr. Aún lo recuerdo: era oscuro, pero nos movía la alegría. No sé ni cómo llegamos vivos a Jerusalén. ¡Mensajeros de buenas noticias queríamos ser, pero ellos se adelantaron! ¡Ha resucitado –nos dijeron-, ha estado con nosotros! Nos abrazamos, nos sentamos a hablar desesperadamente… Y era verdad: Él estaba allí, como si nunca se hubiera ido. El resto ya lo sabéis: lo reconocimos al partir el pan, y es como si aquella Cruz del Viernes fuera alimento, pan partido, salvación regalada...
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