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El Rosario:
Cuando el Rosario lo
rezamos correctamente y con devoción, por una parte, sentimos cómo María
nos acompaña y nos ayuda a tener un corazón humilde y arrepentido, como el del
fariseo. También la Virgen nos guía para que no pidamos caprichos o cosas
inoportunas. No es sólo que María nos ayuda a pedir desde los valores
del Evangelio, es que, sobre todo, allá donde ella está, se hace presente el
Espíritu de Dios. También María conoce muy bien lo que se sufre cuando
las cosas no salen como nos gustaría. Ella vio morir a su inocente Hijo en la
Cruz. Por eso, ella, por experiencia, sabe ayudarnos muy bien cuando nos
hallamos ante una situación difícil y ante la que Dios, aparentemente, guarda
silencio. En esos momentos, María nos anima a orar como su Hijo en
Getsemaní, acabando cada una de nuestras súplicas con este deseo: «…pero no
se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22,42). (Fr. Julián de Cos, op).
o Quinto
Misterio: La Coronación de Nuestra Señora
“Una gran señal apareció en el cielo: una
Mujer, vestida de sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas
sobre su cabeza. Y fue arrojado el gran dragón, la Serpiente antigua, el
llamado diablo y satanás” (Ap 12, 1, 9).
o
Padrenuestro, 10 Avemarías y Gloria.
· Meditación :
En
este misterio se nos invita a compartir con los Apóstoles la experiencia
espiritual de que María no nos ha abandonado al subir junto a su Hijo, sino
todo lo contrario: coronada como Reina de Cielo y tierra, vela e intercede por
nosotros ante Dios todos los días de nuestra vida. No hace falta que nadie nos
lo muestre, porque lo sentimos en nuestro corazón y sabemos que es real. (Fr. Julian
de Cos, op)
·
Peticiones del Papa Francisco:
María,
mujer de la escucha, haz que se abran nuestros oídos; que sepamos escuchar la
Palabra de tu Hijo Jesús entre las miles de palabras de este mundo; haz que
sepamos escuchar la realidad en la que vivimos, a cada persona que encontramos,
especialmente a quien es pobre, necesitado, tiene dificultades.
María,
mujer de la decisión, ilumina nuestra mente y nuestro corazón, para que sepamos
obedecer a la Palabra de tu Hijo Jesús sin vacilaciones; danos la valentía de
la decisión, de no dejarnos arrastrar para que otros orienten nuestra vida.
María,
mujer de la acción, haz que nuestras manos y nuestros pies se muevan «deprisa»
hacia los demás, para llevar la caridad y el amor de tu Hijo Jesús, para
llevar, como tú, la luz del Evangelio al mundo. Amén.
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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
PARA LA JORNADA MISIONERA MUNDIAL 2012
PARA LA JORNADA MISIONERA MUNDIAL 2012
“Llamados a hacer resplandecer la Palabra de verdad”
(Comienzo)
Queridos hermanos y hermanas:
La celebración de la Jornada
Misionera Mundial de este año adquiere un significado especial. La celebración
del 50 aniversario del comienzo del Concilio Vaticano II, la apertura del Año
de la Fe y el Sínodo de los Obispos sobre la Nueva Evangelización, contribuyen
a reafirmar la voluntad de la Iglesia de comprometerse con más valor y celo en
la misión ad gentes, para que el Evangelio llegue hasta los confines de
la tierra.
El Concilio Ecuménico Vaticano
II, con la participación de tantos obispos de todos los rincones de la tierra,
fue un signo brillante de la universalidad de la Iglesia, reuniendo por primera
vez a tantos Padres Conciliares procedentes de Asia, África, Latinoamérica y
Oceanía. Obispos misioneros y obispos autóctonos, pastores de comunidades
dispersas entre poblaciones no cristianas, que han llevado a las sesiones del
Concilio la imagen de una Iglesia presente en todos los continentes, y que eran
intérpretes de las complejas realidades del entonces llamado “Tercer Mundo”.
Ricos de una experiencia que tenían por ser pastores de Iglesias jóvenes y en
vías de formación, animados por la pasión de la difusión del Reino de Dios,
ellos contribuyeron significativamente a reafirmar la necesidad y la urgencia
de la evangelización ad gentes, y de esta manera llevar al centro de la
eclesiología la naturaleza misionera de la Iglesia.
Eclesiología misionera
Hoy esta visión no ha disminuido,
sino que por el contrario, ha experimentado una fructífera reflexión teológica
y pastoral, a la vez que vuelve con renovada urgencia, ya que ha aumentado
enormemente el número de aquellos que aún no conocen a Cristo: “Los hombres que
esperan a Cristo son todavía un número inmenso”, comentó el beato Juan Pablo II
en su encíclica Redemptoris missio sobre la validez del
mandato misionero, y agregaba: “No podemos permanecer tranquilos, pensando en
los millones de hermanos y hermanas, redimidos también por la Sangre de Cristo,
que viven sin conocer el amor de Dios” (n. 86). En la proclamación del Año de
la Fe, también yo he dicho que Cristo “hoy como ayer, nos envía por los caminos
del mundo para proclamar su Evangelio a todos los pueblos de la tierra” (Carta
apostólica Porta fidei, 7); una proclamación que,
como afirmó también el Siervo de Dios Pablo VI en su Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, “no constituye
para la Iglesia algo de orden facultativo: está de por medio el deber que le
incumbe, por mandato del Señor, con vista a que los hombres crean y se salven.
Sí, este mensaje es necesario. Es único. De ningún modo podría ser reemplazado”
(n. 5). Necesitamos por tanto retomar el mismo fervor apostólico de las
primeras comunidades cristianas que, pequeñas e indefensas, fueron capaces de
difundir el Evangelio en todo el mundo entonces conocido mediante su anuncio y
testimonio.
Así, no sorprende que el Concilio
Vaticano II y el Magisterio posterior de la Iglesia insistan de modo especial
en el mandamiento misionero que Cristo ha confiado a sus discípulos y que debe
ser un compromiso de todo el Pueblo de Dios, Obispos, sacerdotes, diáconos,
religiosos, religiosas y laicos. El encargo de anunciar el Evangelio en todas
las partes de la tierra pertenece principalmente a los Obispos, primeros
responsables de la evangelización del mundo, ya sea como miembros del colegio
episcopal, o como pastores de las iglesias particulares. Ellos, efectivamente,
“han sido consagrados no sólo para una diócesis, sino para la salvación de todo
el mundo” (Juan Pablo II, Carta encíclica Redemptoris missio, 63), “mensajeros de
la fe, que llevan nuevos discípulos a Cristo” (Ad gentes, 20) y hacen “visible el
espíritu y el celo misionero del Pueblo de Dios, para que toda la diócesis se
haga misionera” (ibíd., 38).
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