Viviendo en oración el Adviento desde Scala Coeli
Antífona mayor de Adviento
Oh Adonai, Pastor de la casa de Israel,
Que te apareciste a Moisés en la zarza ardiente
Y en el Sinaí le diste tu ley:
Ven a librarnos con el poder de tu brazo.
Oración
Derrama, Señor, tu gracia sobre nosotros, que, por el anuncio del ángel, hemos conocido la encarnación de tu Hijo, para que lleguemos por su pasión y su cruz a la gloria de la resurrección.
Reflexión
Las Promesas de Dios.
La más clásica teología dice que el gran pecado que separa al hombre de Dios, es que el hombre no termina de fiarse de Él. No terminamos de creernos en verdad y profundidad que si dejamos entrar a Dios en nuestra vida, en nuestro corazón, si nos rendimos a su mensaje de amor y a su presencia en nosotros, nuestra vida sería muchísimo mejor. Tenemos miedo a perder nuestros pequeños tesoros, y por eso nos perdemos el verdadero e inmenso regalo de la plenitud. No nos acabamos de creer que amar sea mejor que tener. Que saliendo de nosotros es como entramos en nosotros. Que vaciándonos para los demás, es como nos llenamos. No nos fiamos de las promesas de Dios. Tenemos miedo a lo que nos tocaría cambiar, perder, dejar, para que fuese Dios el motor de toda nuestra vida.
Este IV Domingo de Adviento, con este tiempo de espera ya próximo a terminar, las lecturas de la liturgia nos hablan precisamente de la promesa de Dios al ser humano. Nos recuerdan que Dios hizo una promesa - “Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel”- que la cumplió - “María, su madre, estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo”- y que los cristianos alcanzamos la vida por la fe en esa promesa- “lo prometido por sus profetas en las Escrituras Santas, se refiere a su Hijo, (...) Jesucristo nuestro Señor”-.
Su mayor promesa es la fuente y el sentido de toda nuestra fe: Dios prometió un Mesías que nos trajese la plenitud y la salvación, y ese Mesías prometido resultó ser el mismo Dios encarnado, Jesucristo, que con su vida, palabra, muerte y resurrección, nos abrió la posibilidad de esa plenitud. La promesa del Mesías es una promesa de vida en abundancia, porque la trae el mismo Dios. Dios mismo se da a sí mismo. ¡Y las promesas de Dios se cumplen!
Las promesas se cumplen... pero
no se cumplen sin nosotros. Dios no se impone a sí mismo contra nuestra
libertad, sino que busca que le acojamos y nos fiemos de Él, por nosotros mismos,
no por su imposición. Y es que ¿puede imponerse el amor? Dios es casi que un
mendigo que implora que le queramos y le acojamos, que nos fiemos de que no
sólo no es enemigo nuestro, sino que es el mayor amigo y benefactor que podemos
tener. La plenitud y el cumplimiento del tesoro que traen sus promesas, lo que
nos pide es la fe. Una confianza en que todo lo que tengamos que perder, dejar,
cambiar, sufrir o incluso morir -no hay plenitud sin cruz-, es nada en
comparación con lo que Él nos da... Eso pide fe.
La misma fe que María y que José.
Igual que María se fía del Ángel, José se fía de Dios aun cuando le toca hacerlo fiándose de un sueño. Ojalá este Domingo de Adviento las lecturas reaviven, a una semana de la Navidad, nuestra fe, nuestra confianza, nuestro amor en Dios. Que nos recuerde que Dios cumple sus promesas y que nos empujen a acogerlas en la fe en nuestra vida. Que nos atrevamos a soñar, como José, en todo lo que podría ser nuestra vida... si dejamos que Dios se haga el centro de ella.
¡Y una cosa más!
La Esperanza. Coincidiendo este domingo con el día 18, día de la Virgen de la Esperanza, de la Expectación, de la O, esa confianza y esa fe en la promesa, ese avivar los sueños de plenitud que acogiendo a Dios en nuestra vida nos trae Él, cobra más que nunca sentido el llenarnos de Esperanza. Es la Esperanza la que aviva nuestra confianza, es la que enciende nuestros sueños de plenitud, es la que nos abre a amar. Es la que nos abre al mismo Dios.Fray Vicente Niño Orti, OP
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