sábado, 24 de diciembre de 2022

24 de Diciembre: Vigilia de la Natividad del Señor

 Viviendo en oración desde Scala Coeli la vigilia de la Natividad del Señor


Antífona

Hoy vais a saber

que el Señor vendrá y nos salvará,

y mañana contemplaréis su gloria.

 

Oración

Señor y Dios nuestro, que cada año nos alegras con la fiesta esperanzadora de nuestra redención, concédenos que así como ahora acogemos, gozosos, a tu Hijo como redentor, lo recibamos también confiados cuando venga como juez.


Reflexión

El otro día, cuando volvía a casa de trabajar, me sorprendió por el camino una tormenta enorme que me hizo pasar muy mal rato: el cielo se fundió en negro, el agua caía a mares sobre el parabrisas y yo no veía nada de nada y, aunque ya me conozco la ruta como la palma de mi mano, no sabía por dónde iba, cuándo llegaban las curvas, ni podía distinguir los límites de la carretera. Pocas veces he pasado tanto miedo, porque en este trayecto no hay un lugar donde parar y esperar que escampe, pero me dije a mi mismo que solo eran tres kilómetros, que yendo despacito y extremando las precauciones podría llegar a mi convento.

Mientras conducía, pensaba en otros peligros, como que algún animal se me cruzara; chocar con otro conductor que, como yo, viajase sin visibilidad; los imponentes rayos que caían continuamente… un trayecto cotidiano que suelo recorrer automáticamente se había convertido en algo completamente desconocido y amenazante.

Lo que el profeta Isaías nos canta esta noche “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaba en tierra y sombras de muerte, y una luz les brilló” me ha recordado este episodio. El “viajecito” a su vez me ha ayudado a comprender mejor la magnitud de estas palabras.

Tener que avanzar en la penumbra da miedo, es inseguro, desalentador… vivir así nos hace sufrir y no nos lleva a ningún sitio, de ahí la profunda alegría que se describe en el salmo 95, la que nos despierta ese destello de amor, del mejor de los resplandores que viene a pulverizar toda la negrura que nos oprime, que nos esclaviza y explota, la que nos mata lentamente, desde fuera y desde dentro, de nosotros mismos.

Aquella noche tan mala, también pensaba que, si la carretera fuese mejor, o mi coche menos viejo o que si hubiese farolas… la cosa sería distinta; no me creería “caminando en tinieblas” y es que, probablemente, lo peor es que muchas veces no somos conscientes, no nos damos cuenta de la oscuridad que nos rodea y, por tanto, no sentimos la necesidad de ser salvados de nada, no comprendemos cuánta falta nos hace la luz y la dejamos pasar: nuestras puertas se le quedan cerradas y tiene que nacer en otro lugar.

Eso es lo que marca la diferencia entre una “Noche Buena” y una noche mala: el saber que necesitamos ser rescatados de un sinfín de sombras, ansiar una claridad que lo haga, descubrir como aparece ante nosotros y ser capaces de acogerla.

Solo los pastores de Belén que pasaban la noche al aire libre, los que eran conscientes de la tiniebla que los envolvía, pueden hallar al recién nacido. Encontrarlo ahí, en el espacio marginal de la vida al que se le ha desplazado y reconocerlo del modo más insospechado, en un niño débil y pequeñito.

No sé si existe una imagen que nos suscite mayor ternura, que despierte tanto nuestro instinto de protección, como un recién nacido, que viene al mundo en medio de una cuadra y que pasa frío, qué fascinante resulta pensar que la luz más brillante, que el que viene a salvarnos, necesite tanto de nuestra acogida y cuidados. ¿Será que Jesús no quiere dejarnos fuera a nosotros a pesar de los cerrojos que le ponemos a Él? ¿será su forma de transmitirnos la falta que le hacemos?

De la misma manera en la que nos resulta imposible reprimir la necesidad de arropar, acariciar y cuidar de un bebé necesitado, es irresistible hacer lo mismo cuando descubrimos la luz del Señor. Cuando advertimos, en el día a día y de verdad, el amor que nos tiene y que, incansablemente y sin condiciones, se derrama sobre todos, que es tan inmenso que llega a un milagro como el de la encarnación, entonces no nos queda otra que caer de rodillas sobrecogidos y enternecidos, que adorar y recibirlo completamente seducidos.

Una acogida y un mimo que, nos lo dice San Pablo, se traducen en:

-                     Renunciar a la impiedad, o tener más presente a Dios en esta vida; dedicar más tiempo a conocerlo, escucharlo, celebrarlo; ir aprendiendo a confiar en Él, pase lo que pase, a dejar que ese pequeño sea la fuerza de nuestra fragilidad y que, realmente, pueda iluminarnos el camino.

-                     No absolutizar las cosas mundanas, las de esta vida que pasa, ni nuestras capacidades o éxitos como algo exclusivamente personal, tampoco las situaciones de dolor o incomprensión, sino permitir que su luz nos muestre las criaturas, únicas y perfectas, pero criaturas que somos en realidad.

-                     Llevar una vida sobria en el compartir, justa y piadosa. Encontrarnos unos a otros y vernos con los ojos de Dios, por encima de los prejuicios, las sospechas o la desconfianza para ser capaces de vivir la fraternidad desde la justicia y la compasión.

    Este es el misterio de esta noche de salvación que celebramos hoy, pero que es el de todas las noches y todos los días, el que después de tantos años, nosotros no hemos terminado de encajar…

Por eso me gusta especialmente la escena final del Evangelio, la de los ángeles locos de alegría, la fiesta que se monta en el cielo, porque ellos sí comprenden la infinita magnitud de lo que está pasando y alaban a Dios por ello con el cantico esta noche nos recuerda la calenda, el himno que enlaza con toda la historia de la humanidad y con la nuestra propia, también con nuestro recorrido en el adviento, para recordarnos que la nuestra-con-Dios, es historia de salvación.

¡Santa navidad para todos!

 

Fr. Félix Hernández Mariano, OP

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