lunes, 9 de abril de 2012

Via Lucis

Durante siglos las generaciones cristianas han acompañado a Cristo camino del Calvario, en una de las más hermosas devociones Cristianas: el Vía Crucis. ¿Por qué no intentar -no (en lugar de), sino (además de)- acompañar a Jesús también en las catorce estaciones de su triunfo?

Primera estación: JESÚS, RESUCITADO CONQUISTA LA VIDA VERDADERA
Pasado el sábado, ya para amanecer el día primero de la semana, vino María Magdalena con la otra María a ver el sepulcro. Y sobrevino un gran terremoto, pues un ángel del Señor bajó del cielo y acercándose removió la piedra del sepulcro y se sentó sobre ella. Era su aspecto como el relámpago, y su vestidura blanca como la nieve. De miedo de él temblaron los guardias y se quedaron como muertos. El ángel, dirigiéndose a las mujeres, dijo: No temáis vosotras, pues sé que buscáis a Jesús, el crucificado. No está aquí; ha resucitado, según lo había dicho. Venid y ved el sitio donde fue puesto. (Mt 28, 1-6)


Gracias, Señor, porque al romper la piedra de tu sepulcro 
nos trajiste en las manos la vida verdadera, 
no sólo un trozo más de esto que los hombres llamamos vida, 
sino la inextinguible, la zarza ardiendo que no se consume, la misma vida que vive Dios.
Gracias por este gozo, gracias por esta Gracia, 
gracias por esta vida eterna que nos hace inmortales, 
gracias porque al resucitar inauguraste la nueva humanidad 
y nos pusiste en las manos estas vida multiplicada, 
este milagro de ser hombres y más, e
sta alegría de sabernos partícipes de tu triunfo, 
este sentirnos y ser hijos y miembros de tu cuerpo de hombre y Dios resucitado.



Segunda estación: SU SEPULCRO VACÍO MUESTRA QUE JESÚS HA VENIDO A LA MUERTE
Muy de madrugada, el primer día después del sábado, en cuanto salió el sol, vinieron al sepulcro. Se decían entre sí: ¿Quién nos removerá la piedra de la entrada del monumento? Y mirando, vieron que la piedra estaba removida; era muy grande. Entrando en el monumento, vieron un joven sentado a la derecha, vestido de una túnica blanca, y quedaron sobrecogidas de espanto. Él les dijo: No os asustéis. Buscáis a Jesús Nazareno, el crucificado; ha resucitado, no está aquí; mirad el sitio en que le pusieron. (Mc 16, 2-6)

Hoy, al resucitar, dejaste tu sepulcro abierto como una enorme boca, 
que grita que has vencido a la muerte. 
Ella, que hasta ayer era la reina de este mundo, 
a quien se sometían los pobres y los ricos, 
se bate hoy en triste retirada vencida por tu mano de muerto-vencedor.
¿Cómo podrían aprisionar tu fuerza unos metros de tierra? 
Alzaste tu cuerpo de la fosa como se alza una llama, 
como el sol se levanta tras los montes del mundo, 
y se quedó la muerte muerta, amordazada la invencible, destruido por siempre su terrible dominio.
El sepulcro es la prueba: nadie ni nada encadena tu alma desbordante de vida 
y esta tumba vacía muestra ahora que tú eres un Dios de vivos y no un Dios de muertos.



Tercera estación: JESÚS, BAJANDO A LOS INFIERNOS, MUESTRA EL TRIUNFO DE SU RESURRECCIÓN
Porque también Cristo murió una vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios. Murió en la carne, pero volvió a la vida por el Espíritu y en él fue a pregonar a los espíritus que estaban en la prisión. (1 Pe 3, 18)

Mas no resucitaste para ti solo. 
Tu vida era contagiosa y querías repartir entre todos 
el pan bendito de tu resurrección. 
Por eso descendiste hasta el seno de Abrahán, 
para dar a los muertos de mil generaciones
 la caliente limosna de tu vida recién conquistada.
Y los antiguos patriarcas y profetas que te esperaban desde siglos y siglos 
se pusieron de pie y te aclamaron, diciendo: 
«Santo, Santo, Santo Digno es el cordero que con su muerte nos infunde vida, 
que con su vida nueva nos salva de la muerte. 
Y cien mil veces santo es este Salvador que se salva y nos salva.»



Cuarta estación: JESÚS RESUCITA POR LA FE EN EL ALMA DE MARÍA
E Isabel se llenó del Espíritu Santo, y clamó con fuerte voz: ¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí? Porque así que sonó la voz de tu salutación en mis oídos, exultó de gozo el niño de mi seno. Dichosa la que ha creído que se cumplirá lo que se le ha dicho de parte del Señor.
Dijo María: Mi alma engrandece al Señor y exulta de júbilo mi espíritu en Dios, mi Salvador, porque ha mirado la humildad de su sierva; por eso todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque ha hecho en mí maravillas el Poderoso, cuyo nombre es santo. (Lc 1, 41-49)

No sabemos si aquella mañana del domingo visitaste a tu Madre, 
pero estamos seguros de que resucitaste en ella y para ella, 
que ella bebió a grandes sorbos el agua de tu resurrección, 
que nadie como ella se alegró con tu gozo y que tu dulce presencia 
fue quitando uno a uno los cuchillos que traspasaban su alma de mujer.
No sabemos si te vio con sus ojos, mas sí que te abrazó con los brazos del alma, 
que te vio con los cinco sentidos de su fe.
Ah, si nosotros supiéramos gustar una centésima de su gozo. 
Ah, si aprendiésemos a resucitar en ti como ella. 
Ah, si nuestro corazón estuviera tan abierto como estuvo el de María aquella mañana del domingo.



Quinta estación: JESÚS ELIGE A UNA MUJER COMO APÓSTOL DE SUS APÓSTOLES
María se quedó junto al monumento, fuera, llorando. Mientras lloraba se inclinó hacia el monumento, y vio a dos ángeles vestidos de blanco, sentados uno a la cabecera y otro a los pies de donde había estado el cuerpo de Jesús. Le dijeron: ¿Por qué lloras, mujer? Ella les dijo: porque han tomado a mi Señor y no sé dónde le han puesto. Diciendo esto, se volvió para atrás y vio a Jesús que estaba allí, pero no conoció que fuera Jesús.
Le dijo Jesús: Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? Ella, creyendo que era el hortelano, le dijo: Señor, si les has llevado tú, dime dónde le has puesto, y yo le tomaré. Dijo le Jesús: ¡María! Ella, volviéndose, le dijo en hebreo: «¡Rabboni!», que quiere decir Maestro. Jesús le dijo: No me toques, porque aún no he subido al Padre; pero ve a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a Vuestro Dios. María Magdalena fue a anunciar a los discípulos: «He visto al Señor», y las cosas que le había dicho. (Jn 20, 11-18)

Lo mismo que María Magdalena decimos hoy nosotros: 
«Me han quitado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto.» 
Marchamos por el mundo y no encontramos nada en qué poner los ojos, 
nadie en quien podamos poner entero nuestro corazón.
Desde que tú te fuiste nos han quitado el alma 
y no sabemos dónde apoyar nuestra esperanza, 
ni encontrarnos una sola alegría que no tenga venenos.
¿Dónde estas? ¡Dónde fuiste, jardinero del alma, 
en qué sepulcro, en qué jardín te escondes? 
¿O es que tú estás delante de nuestros mismos ojos y no sabemos verte? 
¿estás en los hermanos y no te conocemos? 
¿Te ocultas en los pobres, resucitas en ellos y nosotros pasamos a su lado sin reconocerte?
Llámame por mi nombre para que yo te vea, 
para que reconozca la voz con que hace años me llamaste a la vida en el bautismo, 
para que redescubra que tú eres mi maestro.
Y envíame de nuevo a transmitir de nuevo tu gozo a mis hermanos, 
hazme apóstol de apóstoles como aquella mujer privilegiada 
que, porque te amó tanto, conoció el privilegio de beber la primera 
el primer sorbo de tu resurrección.



Sexta estación: JESÚS DEVUELVE LA ESPERANZA A DOS DISCÍPULOS DESANIMADOS
El mismo día, dos de ellos iban a una aldea, que dista de Jerusalén sesenta estadios, llamada Emaús, y hablaban entre sí de todos esos acontecimientos. Mientras iban hablando y razonando, el mismo Jesús se les acercó e iba con ellos, pero sus ojos no podían reconocerle. Y les dijo: ¿Qué discursos son estos que vais haciendo entre vosotros mientras camináis? Ellos se detuvieron entristecidos, y tomando la palabra uno de ellos, por nombre Cleofás, le dijo: ¿eres tú el único forastero en Jerusalén que no conoce los sucesos en ella ocurridos estos días? El les dijo: ¿Cuáles? Contestáronle: lo de Jesús Nazareno, varón profeta, poderoso en obras y palabras ante Dios y ante todo el pueblo; cómo le entregaron los príncipes de los sacerdotes y nuestros magistrados para que fuese condenado a muerte y crucificado. Nosotros esperábamos que sería él quien rescataría a Israel; mas, con todo, van ya tres días desde que esto ha sucedido. Nos dejaron estupefactos ciertas mujeres de las nuestras que, yendo de madrugada al monumento, no encontraron su cuerpo, y vinieron diciendo que había tenido una visión de ángeles que les dijeron que vivía. Algunos de los nuestros fueron al monumento y hallaron las cosas como las mujeres decían, pero a él no le vieron. Y él les dijo: ¡Oh hombres sin inteligencia y tardos de corazón para creer todo lo que vaticinaron los profetas! ¿No era preciso que el Mesías padeciese esto y entrase en su gloria? Y comenzando por Moisés y por todos los profetas, les fue declarando cuanto a él se refería en todas las Escrituras. Se acercaron a la aldea adonde iban, y él fingió seguir adelante. Obligáronle diciéndole: Quédate con nosotros, pues el día ya declina. Y entró para quedarse con ellos. Puesto con ellos a la mesa, tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. Se les abrieron los ojos y le reconocieron, y despareció de su presencia. (Lc 24, 13-31)

Lo mismo que los dos de Emaús aquel día también 
yo marcho ahora decepcionado y triste 
pensando que en el mundo todo es muy fuerte y fracaso.
El dolor es más fuerte que yo, me acogota la soledad 
y digo que tú, Señor, nos has abandonado.
Si leo tus palabras me resultaron insípidas, 
si miro a mis hermanos me parecen hostiles, 
si examino el futuro sólo veo desgracias.
Estoy desanimado. Pienso que la fe es un fracaso, 
que he perdido mi tiempo siguiéndote y buscándote 
y hasta me parece que triunfan y viven más alegres 
los que adoran el dulce becerro del dinero y del vicio.
Me alejo de tu cruz, busco el descanso en mi casa de olvidos, 
dispuesto a alimentarse desde hoy en las viñas de la mediocridad.
No he perdido la fe, pero sí la esperanza, sí el coraje de seguir apostando por ti.
¿Y no podrías salir hoy al camino y pasear conmigo como aquella mañana con los dos de Emaús?
¿No podrías descubrirme el secreto de tu santa Palabra y conseguir que vuelva a calentar mi entraña?
¿No podrías quedarte a dormir con nosotros y hacer que descubramos tu presencia en el Pan?



Séptima estación: JESÚS MUESTRA A LOS SUYOS SU CARNE HERIDA Y VENCEDORA
Pasados ocho días, otra vez estaban dentro los discípulos, y Tomás con ellos. Vino Jesús, cerradas las puertas y, puesto en medio de ellos, dijo: La paz sea con vosotros. Luego dijo a Tomás : Alarga acá tu dedo y mira mis manos, y tiende tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino fiel. Respondió Tomás y dijo: ¡Señor mío y Dios mío! Jesús le dijo: Porque me has visto has creído; dichosos los que sin ver creyeron. Muchas otras señales hizo Jesús en presencia de los discípulos que no están escritas en este libro; y éstas fueron escritas para que creáis que Jesús es el Mesías, Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre. (Jn 20, 26-31)

Gracias, Señor, porque resucitaste no sólo con tu alma, más también con tu carne.
Gracias porque quisiste regresar de la muerte trayendo tus heridas.
Gracias porque dejaste a Tomás que pusiera su mano en tu costado 
y comprobara que el Resucitado es exactamente el mismo que murió en una cruz.
Gracias por explicarnos que el dolor nunca puede amordazar el alma 
y que cuando sufrimos estamos también resucitando.
Gracias por ser un Dios que ha aceptado la sangre, 
gracias por no avergonzarte de tus manos heridas, gracias por ser un hombre entero y verdadero.
Ahora sabemos que eres uno de nosotros sin dejar de ser Dios, 
ahora entendemos que el dolor no es un fallo de tus manos creadoras, 
ahora que tú lo has hecho tuyo comprendemos que el llanto y las heridas
son compatibles con la resurrección.
Déjame que te diga que me sienta orgulloso de tus manos heridas de Dios y hermano nuestro.
Deja que entre tus manos crucificadas ponga estas manos maltrechas de mi oficio de hombre.



Octava estación: CON SU CUERPO GLORIOSO, JESÚS EXPLICA QUE TAMBIÉN LOS NUESTROS RESUCITARÁN
Mientras esto hablaban, se presentó en medio de ellos y les dijo: La paz sea con vosotros. Aterrados y llenos de miedo, creían ver un espíritu. El les dijo: ¿Por qué os turbáis y por qué suben a vuestro corazón esos pensamientos? Ved mis manos y mis pies, que soy yo. Palpadme y ved, que el espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo. Diciendo esto, les mostró las manos y los pies. No creyendo aún ellos, en fuerza del gozo y de la admiración, les dijo: ¿Tenéis aquí algo de comer? Le dieron un trozo de pez asado, Y tomándolo, comió delante de ellos. (Lc 24, 36-43)

«Miradme bien. Tocadme. Comprobad. Comprobad que no soy un fantasma», 
decías a los tuyos temiendo que creyeran que tu resurrección 
era tan sólo un símbolo, una dulce metáfora, una ilusión hermosa para seguir viviendo.
Era tan grande el gozo de reencontrarte vivo que no podían creerlo; 
no cabía en sus pobres cabezas que entendían de llantos, pero no de alegrías.
El hombre, ya lo sabes, es incapaz de muchas esperanzas.
Como él tiene el corazón pequeño cree que el tuyo es tacaño.
Como te ama tan poco no puede sospechar que tú puedas amarle.
Como vive amasando pedacitos de tiempo siente vértigo ante la eternidad.
Y así va por el mundo arrastrando su carne 
sin sospechar que pueda ser una carne eterna.
Conoce el pudridero donde mueren los muertos; 
no logra imaginarse el día en que esos muertos volverán a ser niños, con una infancia eterna.
¡Muéstranos bien tu cuerpo, Cristo vivo, enséñanos ahora la verdadera infancia, 
la que tú preparas más allá de la muerte.



Novena estación: JESÚS BAUTIZA A LOS APÓSTOLES CONTRA EL MIEDO
La tarde del primer día de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se hallaban los discípulos por temor a los judíos, vino Jesús y, puesto en medio de ellos, les dijo: La paz sea con vosotros. Y diciendo esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron viendo al Señor. Les dijo otra vez: La paz sea con vosotros. Como me envió mi Padre, así os envío yo. Diciendo esto, sopló y les dijo: Recibid el Espíritu Santo; a quien perdonareis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retuviereis, les serán retenidos. (Jn 20, 19-31)

Han pasado, Señor, ya veinte siglos de tu resurrección 
y todavía no hemos perdido el miedo, aún no estamos seguros, 
aún tememos que las puertas del infierno podrían algún día  prevalecer 
si no contra tu Iglesia, sí contra nuestro pobre corazón de cristianos.
Aún vivimos mirando a todos lados menos hacia tu cielo.
Aún creemos que el mal será más fuerte que tu propia Palabra.
Todavía no estamos convencidos de que tú hayas vencido al dolor y a la muerte.
Seguimos vacilando, dudando, caminando entre preguntas, amasando angustias y tristezas.
Repítenos de nuevo que tú dejaste paz suficiente para todos.
Pon tu mano en mi hombro y grítame: No temas, no temáis.
Infúndeme tu luz y tu certeza, danos el gozo de ser tuyos, inúndanos de la alegría de tu corazón.
Haznos, Señor, testigos de tu gozo.
¡Y que el mundo descubra lo que es creer en ti!



Décima estación: JESÚS ANUNCIA QUE SEGUIRÁ SIEMPRE CON NOSOTROS
Los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado, y, viéndole, se postraron, aunque algunos vacilaron, y acercándose Jesús, les dijo... Yo estaré con vosotros hasta la consumación del mundo. (Mt 28, 16-20)

«Yo estaré con vosotros hasta el fin de los tiempos.»
Esta fue la más grande de todas tus promesas, el más jubilosos de todos tus anuncios.
¿O acaso tú podrías visitar esta tierra como un sonriente turista de los cielos, 
pasar a nuestro lado, ponernos la mano sobre el hombro, 
darnos buenos consejos y regresar después a tu seguro cielo 
dejando a tus hermanos sufrir en la estacada?
¿Podrías venir a nuestros llantos de visita sin enterrarte en ellos? 
¿Dejarnos luego solos, limitándote
a ser un inspector de nuestras culpas?
Tú juegas limpio, Dios. Tú bajas a ser hombre para serlo del todo, 
para serlo con todos, dispuesto a dar al hombre no sólo una limosna de amor, sino el amor entero.
Desde entonces el hombre no está solo, 
tú estás en cada esquina de las horas esperándonos, 
más nuestro que nosotros, más dentro de mí mismo que mi alma.
«No os dejaré huérfanos», dijiste. 
Y desde entonces han estado lleno nuestro corazón.



Undécima estación: JESÚS DEVUELVE A SUS APÓSTOLES LA ALEGRÍA PERDIDA
Después de esto se apareció Jesús a los discípulos junto al mar de Tiberíades, y se apareció así: Estaban junto Simón pedro y Tomás, llamado Dídimo; Natanael, el de Caná de Galilea, y los de Zebedeo, y otros discípulos. Les dijo Simón Pedro: Voy a Pescar. Los otros le dijeron: Vamos también nosotros contigo. Salieron y entraron en la barca, y en aquella noche no pescaron nada. Llegada la mañana, se hallaba Jesús en la playa, pero los discípulos no se dieron cuenta de que era Jesús. Les dijo Jesús: Muchachos, ¿no tenéis en la mano nada que comer? Le respondieron: No. El les dijo: Echad la res a la derecha de la barca y hallaréis. La echaron, pues, y ya no podían arrastrar la red por la muchedumbre de los peces. Dijo entonces aquel discípulo a quien amaba Jesús: ¡Es el Señor! Así que oyó Simón Pedro que era el Señor, se ciñó la sobre túnica -pues estaba desnudo- y se arrojó al mar. Los otros discípulos vinieron en la barca, pues no estaban lejos de tierra, sino como unos doscientos codos, tirando de la red con los peces. Así que bajaron a tierra, vieron unas brasas encendidas y un pez puesto sobre ellas y pan. Les dijo Jesús: Traed de los peces que habéis pescado ahora. Subió Simón Pedro y arrastró la red a tierra, llena de ciento cincuenta y tres peces grandes; y con ser tantos, no se rompió la red. Jesús les dijo: Venid y comed. Ninguno de los discípulos se atrevió a preguntarle: ¿Tú quién eres?, sabiendo que era el Señor. Se acercó Jesús, tomo el pan y se lo dio, e igualmente el pez. Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos después de resucitado de entre los muertos. (Jn 21, 1-14)

Desde que tú te fuiste no hemos pescado nada.
Llevamos veinte siglos echando inútilmente las redes de la vida 
y entre sus mallas sólo pescamos el vacío.
Vamos quemando horas y el alma sigue seca.
Nos hemos vuelto estériles lo mismo que una tierra cubierta de cemento.
¿Estaremos ya muertos? ¿Desde hace cuántos años no nos hemos reído? 
¿Quién recuerda
la última vez que amamos?
Y una tarde tú vuelves y nos dices: «Echa tu red a tu derecha,
atrévete de nuevo a confiar, abre tu alma,
saca del viejo cofre las nuevas ilusiones,
dale cuerda al corazón, levántate y camina.»
Y lo hacemos, sólo por darte gusto. Y, de repente,
nuestras redes rebosan alegría,
nos resucita el gozo
y es tanto el peso de amor que recogemos
que la red se nos rompe, cargada
de ciento cincuenta nuevas esperanzas.
¡Ah, tú, fecundador de almas: llégate a nuestra orilla,
camina sobre el agua de nuestra indiferencia,
devuélvenos, Señor, a tu alegría!



Duodécima estación: JESÚS ENTREGA A PEDRO EL PASTOREO DE SUS OVEJAS
Aún nos faltaba un gozo: 
descubrir tu inédito modo de perdonar. 
Nosotros, como Pedro, hemos manchado tantas veces tu nombre, 
hemos dicho que no te conocíamos, hemos enrojecido ante el "horror" de que alguien nos llamará "beatos", 
nos hemos calentado al fuego de los gozos del mundo.

Y esperábamos que, al menos, tú nos reprenderías para paladear el orgullo de haber pecado en grande. 
Y Tú nos esperabas con tu triste sonrisa para preguntar sólo; "¿me amas aún, me amas?", dispuesto ya a entregarme tu rebaño y tus besos, preparado a vestirnos la túnica del gozo.
¡Oh Dios, ¿cómo se puede perdonar tan de veras? 
¿Es que no tienes ni una palabra de reproche? 
¿No temes que los hombres se vayan de tu lado 
al ver que se lo pones tan barato? 
¿No ves, Señor, que casi nos empujas a alejarnos de ti 
sólo por encontrarnos de nuevo entre tus brazos?

Décimotercera estación: JESÚS ENCARGA A LOS DOCE LA TAREA DE EVANGELIZAR
Los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado, y, viéndole, se postraron, aunque algunos vacilaron, Y, acercándose Jesús, les dijo: Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra; Id, pues; enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado. (Mt, 28, 16-20)

Y te faltaba aún el penúltimo gozo:
dejar en nuestras manos la antorcha de tu fe.
Tú habrías podido reservarte ese oficio,
sembrar tú en exclusiva la gloria de tu nombre,
hablar a tú al corazón,
poner en cada alma la sagrada semilla de tu amor.
¿Acaso no eres tú la única palabra?
¿No eres tú el único jardinero del alma?
¿No es tuya toda gracia?
¿Hay algo de ti o de Dios que no salga de tus manos?
¿Para qué necesitas ayudantes, intermediarios, colaboradores
que nada aportarán si no es tu barro?
¿Qué ponen nuestras manos que no sea torpeza?
Pero tú, como un padre que sentara a su niño al volante y dijera:
«Ahora conduce tú», has querido dejar en nuestras manos
la tarea de hacer lo que sólo tú haces:
llevar gozosa y orgullosamente
de mano en mano la antorcha que tú enciendes.



Décimocuarta estación: JESÚS SUBE A LOS CIELOS PARA ABRIRNOS CAMINO
Diciendo esto, fue arrebatado a vista de ellos, y una nube le sustrajo a sus ojos. Mientras estaban mirando al cielo, fija la vista en él, que se iba, dos varones con hábitos blancos se les pusieron delante y les dijeron: Hombres de Galilea, ¿qué estáis mirando al cielo? Ese Jesús que ha sido arrebatado de entre vosotros al cielo vendrá como le habéis visto ir al cielo. Entonces se volvieron del monte llamado Olivete a Jeresalén, que dista de allí el camino de un sábado. Cuando hubieron llegado, subieron al piso alto, en donde permanecían Pedro y Juan, Santiago y Andrés, Felipe y Tomás, Bartolomé y Mateo, Santiago de Alfeo y Simón el Zelotes y Judas de Santiago. Todos éstos perseveraban unánimes en la oración con algunas mujeres, con María, la Madre de Jesús, y con los hermanos de éste. (Hch 20, 9-14)

La última alegría fue quedarte marchándote.
Tu subida a los cielos fue ganancia, no pérdida;
fue bajar a la entraña, no evadirte.
Al perderte en las nubes
te vas sin alejarte,
asciendes y te quedas,
subes para llevarnos,
señalas un camino,
abres un surco.
Tu ascensión a los cielos es la última prueba
de que estamos salvados,
de que estás en nosotros por siempre y para siempre.
Desde aquel día la tierra
no es un sepulcro hueco, sino un horno encendido;
no una casa vacía, sino un corro de manos;
no una larga nostalgia, sino un amor creciente.
Te quedaste en el pan, en los hermanos, en el gozo, en la risa,
en todo corazón que ama y espera,
en estas vidas nuestras que cada día ascienden a tu lado.

Es autor de este "Via Lucis" José Luis Martín Descalzo, quien lo publicó en "Razones para la alegría", Editorial Atenas

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