Cada sueño, cada ideal, al final acaban crucificados. ¿De
qué modo? Por el tiempo, las circunstancias, la envidia; y por ese dictado
curioso y perverso –de alguna manera innato en el orden de las cosas–
que asegura que hay siempre alguien o algo que no puede partir a gusto a
solas, sino que, por razones muy suyas, tiene que partir cazando, persiguiendo
y golpeando a lo que es bueno. Lo bueno, el bien, siempre concita envidia,
odio, persecución, denigración, asesinato. Así pasa incluso con los sueños
o ideales. Hay siempre algo que necesita una crucifixión. Cada cuerpo de
Cristo sufre inevitablemente el mismo destino de Jesús. No hay viaje tranquilo
para lo íntegro, bueno, verdadero o bello.
Pero eso es sólo la mitad de la ecuación, la mala mitad. Lo
que también sucede, lo que la resurrección enseña, es que, mientras nada que
pertenezca a Dios puede evitar la crucifixión, ningún cuerpo de Cristo
permanece en la tumba durante mucho tiempo. Dios siempre remueve la piedra del
sepulcro y, a no tardar, una nueva vida explota y entonces comprendemos por qué
aquella vida original tenía que ser crucificada. (“¿No era necesario que
Cristo tuviera que sufrir tanto y morir?”). La resurrección sigue a la
crucifixión. Cada cuerpo crucificado se alzará de nuevo, resucitará.
Pero, ¿dónde encontramos la resurrección? ¿Dónde se
nos hace encontradizo el Cristo resucitado?
“Volved, en cambio, a Galilea”. ¡Qué expresión tan
curiosa! ¿Qué significa Galilea? ¿Por qué regresar? En los
relatos de la pos-resurrección, en los evangelios, Galilea no es simplemente un
lugar geográfico físico. Es, antes que nada, un lugar situado en el corazón.
Galilea significa el sueño ideal, la ruta del discipulado por la que habían
caminado anteriormente con Jesús; y es también aquel lugar y aquel tiempo en
los que sus corazones habían ardido con esperanza y entusiasmo inigualables. Y ahora,
precisamente cuando sienten que todo eso está muerto, que su fe es sólo
fantasía, se les dice que regresen al lugar donde todo comenzó: “Regresad
a Galilea. Él se encontrará con vosotros allí”.
Y ellos, efectivamente, regresan a Galilea, a aquel lugar especial en sus
corazones, al sueño utópico, a su discipulado. Como era de esperar, se
les aparece allí Jesús. No se les aparece exactamente como lo recuerdan de
antes, ni con tanta frecuencia como les gustaría, pero él aparece como algo más
que un fantasma, un espíritu o una mera idea. El Cristo que se les aparece
después de la resurrección ya no encaja con su expectación original, pero tiene
suficiente corporalidad física como para comer pescado en su presencia, es
suficientemente real como para dejarse tocar como un ser humano, y es
suficientemente poderoso como para cambiar sus vidas para siempre.
En última instancia, eso es a lo que la resurrección nos
reta, a regresar a Galilea, a volver al sueño, al ideal, a la esperanza;
y al discipulado, que antes había inflamado nuestro corazón, pero que
ahora está crucificado.
Esto es también lo que significa estar “en el camino de
Emaús”. En el evangelio de Lucas se nos dice que, el día de la
resurrección, dos discípulos iban caminando de Jerusalén hacia Emaús,
cabizbajos y deprimidos. Esa sola línea del evangelio contiene una
espiritualidad plena: Para Lucas –como Galilea para los otros evangelistas–
Jerusalén significa el sueño utópico, la esperanza, el Reino, el centro desde
donde todo tiene que comenzar y donde, a la larga, todo debe culminar. Pero
estos dos discípulos se están “alejando” de Jerusalén, dejando atrás el bello
sueño, caminando hacia Emaús. Emaús era un balneario romano –un Las Vegas y
Monte Carlo de consuelo humano. Su sueño cargado de ideal ha sido crucificado y
los dos discípulos, desalentados y sin esperanza, van caminando, alejándose de
él, buscando consuelo humano, farfullando: “¡Pero habíamos
esperado!...” Pero ellos nunca llegan del todo a Emaús. Jesús se les
aparece en el camino, remodela su esperanza a la luz de la crucifixión, y les
hace regresar a Jerusalén.
Uno de los mensajes esenciales de la Pascua es éste: Siempre
que nos sintamos desalentados en nuestra fe, siempre que nuestras esperanzas
parezcan crucificadas, necesitamos volver a Galilea y a Jerusalén, esto es, al
sueño ideal, al camino del discipulado en el que nos habíamos embarcado antes
de que todo fallara o fuera mal. Por supuesto, siempre que nos sentimos así,
siempre que parece que el Reino no funciona, la tentación nos induce a
abandonar el discipulado para buscar consuelo humano, caminar hacia Las Vegas y
Montecarlo, en vez de volver a Galilea o a Jerusalén.
Pero, como ya sabemos, nunca llegamos completamente a Emaús. Con
una apariencia u otra, Cristo siempre se nos hace encontradizo en el camino, hace
arder de nuevo nuestros corazones, nos explica el sentido de nuestra
última crucifixión y nos hace volver – a Galilea, a Jerusalén, y a nuestro
discipulado abandonado.
Una vez allí, todo cobra sentido de nuevo.
A veces parece -y creo que para ir a la moda de todo lo que sea ir en contra de la vida cristiana se enfatiza aún más- se trata de dar más importancia o mostrar únicamente la Cruz como el único símbolo del cristiano.
ResponderEliminarCreo que sí, la Cruz es nuestro símbolo. Pero en la resurrección Cristo se nos presenta con los brazos abiertos, es decir también en cruz.
No podemos hacer ver a los demás que Cristo es sólo el de la Cruz de la muerte, sino también e inseparablemente el de la Cruz de la Resurrección, el de la vida sobre la muerte.