miércoles, 30 de mayo de 2012

La mirada de un pastor de Belén


La luz vacilante de una candela dentro de la gruta nos hizo saber dónde estaba la señal que andábamos buscando: un niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre. Conozco bien los alrededores de Belén desde que comencé a trabajar como pastor, después de que una racha de malas cosechas me dejara arruinado. Procedo de una familia acomodada y religiosa en la que aprendí la tradición y las oraciones de nuestro pueblo,  pero cuando  llegué a Belén con las manos vacías y me vi obligado a pasar las noches al raso, pensé que Dios me había abandonado  y no volví a rezar nunca más.

Me habitué a la vida ruda de unos pastores con los que ahora iba en busca de la extraña señal anunciada, conscientes de lo desconcertante de nuestra decisión. "Ha sido un sueño", decían algunos,  "a veces la luna llena juega malas pasadas…" "Un niño recién nacido no puede ser señal de la presencia del Altísimo",  decían  otros. "¿Cómo podéis creer que vamos a ser precisamente nosotros los primeros en saber la llegada del Mesías?", añadían los más escépticos.


Duró el resplandor que nos había cegado, todo parecía evidente, pero ahora estábamos de nuevo en medio de la oscuridad de una noche heladora y el júbilo del anuncio escuchado  comenzaba a desvanecerse como el rocío al amanecer.

Fueron mis palabras las que lograron convencerles:  -" De joven aprendí  algo de las Escrituras y recuerdo las palabras de un profeta: - Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado… (Is 9,5) Y además, ¿cómo explicar esta alegría  desmesurada que nos ha invadido y que ha  arrastrado nuestros temores con la fuerza de un huracán? "

Cuando entramos en la cueva vimos en la penumbra a una mujer muy joven recostada sobre un haz de heno y, junto a ella, un hombre que debía ser su esposo y que se afanaba por encender fuego. El niño, apenas un envoltorio minúsculo encima del pesebre, estaba dormido. Percibí una serenidad tranquila en ellos, inesperada por lo inhóspito del lugar. Les ofrecimos pan y un cuenco de leche y ellos nos dijeron sus nombres y nos contaron que venían desde Nazaret  para inscribirse en Belén. No habían encontrado sitio en la posada y, ante la inminencia del parto,  se habían refugiado en aquel establo.

Los pastores somos gente más habituada al silencio que a las palabras, pero había algo en ellos que nos invitaba a la confianza y yo me atreví a expresar con  brusquedad las preguntas que llevábamos dentro todos: " ¿Por qué la claridad de Dios nos ha envuelto precisamente a nosotros, tan alejados de él y tan olvidados de los mandamientos de su ley? ¿Quién va a creer de labios de esta  gente perdida y rechazada que somos el anuncio de que la complacencia y la ternura de Dios abrazan a todos ? ¿Y cómo es posible que la señal del Mesías que todos esperan sea un niño nacido en un lugar como este? "

Cuando terminé de hablar, María dijo algo sobre guardar las preguntas y los acontecimientos en el corazón y esperar como espera la tierra la llegada de la lluvia. Y yo recordé un proverbio de nuestro pueblo: "Hijo mío, cuida tu corazón porque en él están las fuentes de la vida" (Pr 4,23)  y pensé que ella vivía en contacto con su propio corazón, como un árbol plantado junto a corrientes de agua.

Fue entonces cuando, inesperadamente, se levantó y tomando al niño,  lo puso en mis brazos.

Hoy soy ya viejo pero no he podido olvidar lo que me fue revelado  aquella noche: aquel puñado de hombres insignificantes y excluidos éramos el pueblo que caminaba en tinieblas y había visto una luz grande; habíamos pasado de la sombra y el frío al espacio cálido de un hogar. Nos había nacido un niño, se nos entregaba un hijo, Dios venía a nuestro encuentro, precisamente porque éramos los últimos  de su pueblo. El niño sobre el pesebre representaba el destino mismo de Dios, un Dios que plantaba su tienda junto a los más pobres y perdidos, un Dios sin palabra, desarmado e inútil que comenzaba a llamarse Emmanuel, "Dios-con-nosotros".
Junto a María aprendí aquella noche a pronunciar el nombre que le revelaba como inseparable de nuestras fatigas y lágrimas, de nuestras oscuridades, esperanzas y preguntas. Estaba como nosotros a la intemperie, entraba en nuestra historia como uno de tantos y por eso se le cerraban las puertas y carecía de techo y de privilegios. Esta era la señal: el Salvador, el Mesías, el Señor, descansaba ahora entre los brazos torpes de un pastor.

"Voy a hacer pasar delante de ti todo lo mejor que tengo" (Ex 33,19) había prometido Dios a Moisés en el Sinaí. Aquella noche de Belén, en una de sus grutas, lo mejor de nuestro Dios: su misericordia entrañable, la ternura de su amor, la fuerza de su fidelidad, se manifestaba por primera vez entre nosotros. El Dios que se había revelado en la tormenta del monte, envuelto en la nube, mostraba ahora su rostro y hacía descansar su gloria en la fragilidad de un niño.

En medio de la oscuridad de la noche sentí en lo hondo de mi corazón, como un susurro  ángeles, la certeza de estar envuelto en la paz que Dios concede gratuitamente a todos los hombres y mujeres que él quiere tanto.



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