La luz vacilante de una candela dentro de la gruta nos hizo
saber dónde estaba la señal que andábamos buscando: un niño envuelto en pañales
y recostado en un pesebre. Conozco bien los alrededores de Belén desde que
comencé a trabajar como pastor, después de que una racha de malas cosechas me
dejara arruinado. Procedo de una familia acomodada y religiosa en la que
aprendí la tradición y las oraciones de nuestro pueblo, pero
cuando llegué a Belén con las manos vacías y me vi obligado a pasar
las noches al raso, pensé que Dios me había abandonado y no volví a
rezar nunca más.
Me habitué a la vida ruda de unos pastores con los que ahora
iba en busca de la extraña señal anunciada, conscientes de lo desconcertante de
nuestra decisión. "Ha sido un sueño", decían algunos, "a
veces la luna llena juega malas pasadas…" "Un niño recién nacido no
puede ser señal de la presencia del Altísimo", decían otros.
"¿Cómo podéis creer que vamos a ser precisamente nosotros los primeros en
saber la llegada del Mesías?", añadían los más escépticos.
Duró el resplandor que nos había cegado, todo parecía
evidente, pero ahora estábamos de nuevo en medio de la oscuridad de una noche
heladora y el júbilo del anuncio escuchado comenzaba a desvanecerse
como el rocío al amanecer.
Fueron mis palabras las que lograron convencerles: -"
De joven aprendí algo de las Escrituras y recuerdo las palabras de
un profeta: - Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado… (Is 9,5)
Y además, ¿cómo explicar esta alegría desmesurada que nos ha
invadido y que ha arrastrado nuestros temores con la fuerza de un
huracán? "
Cuando entramos en la cueva vimos en la penumbra a una mujer
muy joven recostada sobre un haz de heno y, junto a ella, un hombre que debía
ser su esposo y que se afanaba por encender fuego. El niño, apenas un
envoltorio minúsculo encima del pesebre, estaba dormido. Percibí una serenidad
tranquila en ellos, inesperada por lo inhóspito del lugar. Les
ofrecimos pan y un cuenco de leche y ellos nos dijeron sus nombres y nos
contaron que venían desde Nazaret para inscribirse en Belén. No
habían encontrado sitio en la posada y, ante la inminencia del parto, se
habían refugiado en aquel establo.
Los pastores somos gente más habituada al silencio que a las
palabras, pero había algo en ellos que nos invitaba a la confianza y yo me
atreví a expresar con brusquedad las preguntas que llevábamos dentro
todos: " ¿Por qué la claridad de Dios nos ha envuelto precisamente a
nosotros, tan alejados de él y tan olvidados de los mandamientos de su ley?
¿Quién va a creer de labios de esta gente perdida y rechazada que
somos el anuncio de que la complacencia y la ternura de Dios abrazan a todos ?
¿Y cómo es posible que la señal del Mesías que todos esperan sea un niño nacido
en un lugar como este? "
Cuando terminé de hablar, María dijo algo sobre guardar las
preguntas y los acontecimientos en el corazón y esperar como espera la tierra
la llegada de la lluvia. Y yo recordé un proverbio de nuestro pueblo: "Hijo
mío, cuida tu corazón porque en él están las fuentes de la vida" (Pr
4,23) y pensé que ella vivía en contacto con su propio corazón, como
un árbol plantado junto a corrientes de agua.
Fue entonces cuando, inesperadamente, se levantó y tomando
al niño, lo puso en mis brazos.
Hoy soy ya viejo pero no he podido olvidar lo que me fue
revelado aquella noche: aquel puñado de hombres insignificantes y
excluidos éramos el pueblo que caminaba en tinieblas y había visto una luz
grande; habíamos pasado de la sombra y el frío al espacio cálido de un hogar.
Nos había nacido un niño, se nos entregaba un hijo, Dios venía a nuestro
encuentro, precisamente porque éramos los últimos de su pueblo. El
niño sobre el pesebre representaba el destino mismo de Dios, un Dios que
plantaba su tienda junto a los más pobres y perdidos, un Dios sin palabra,
desarmado e inútil que comenzaba a llamarse Emmanuel,
"Dios-con-nosotros".
Junto a María aprendí aquella noche a pronunciar el nombre
que le revelaba como inseparable de nuestras fatigas y lágrimas, de nuestras
oscuridades, esperanzas y preguntas. Estaba como nosotros a la intemperie,
entraba en nuestra historia como uno de tantos y por eso se le cerraban las
puertas y carecía de techo y de privilegios. Esta era la señal: el Salvador, el
Mesías, el Señor, descansaba ahora entre los brazos torpes de un pastor.
"Voy a hacer pasar delante de ti todo lo mejor que
tengo" (Ex 33,19) había prometido Dios a Moisés en el Sinaí.
Aquella noche de Belén, en una de sus grutas, lo mejor de nuestro Dios: su
misericordia entrañable, la ternura de su amor, la fuerza de su fidelidad, se
manifestaba por primera vez entre nosotros. El Dios que se había revelado en la
tormenta del monte, envuelto en la nube, mostraba ahora su rostro y hacía
descansar su gloria en la fragilidad de un niño.
En medio de la oscuridad de la noche sentí en lo hondo de mi
corazón, como un susurro ángeles, la certeza de estar envuelto en la
paz que Dios concede gratuitamente a todos los hombres y mujeres que él quiere
tanto.
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