Antoni Puigverd, en La Vanguardia
La muerte asusta tanto que la hemos expulsado de nuestra
realidad (una realidad virtual, pues nos creemos inmunes a todo mal
definitivo). Los muertos sólo existen en el televisor y en las fotos de los
diarios: cuerpos destrozados por las bombas, cadáveres cubiertos por el fango
de un tsunami, despojos en los márgenes de un camino africano. La muerte
cercana no existe. La hemos desplazado a los asépticos hospitales, la
reservamos para la estricta intimidad familiar. Incluso los cadáveres causados
por ETA o los islamistas fanatizados, cadáveres tan próximos, han sido
pudorosamente apartados de la visión fotográfica o televisiva. Tapados con
discretas mantas para proteger el dolor de sus familiares, contribuyen sin
embargo a confirmar la idea de que la muerte es una visión insoportable. Y con
la muerte, también ha desaparecido la enfermedad.
Sirva este recordatorio del papel que reservamos a la muerte, como introducción
a una experiencia personal que necesito contarles. Después de un proceso
agónico de tres meses, ha muerto mi mejor amigo. La tarea de acompañar a un
amigo o un pariente ingresado en un hospital es percibida, en general, como un
peso, como una fatigosa obligación que complica nuestra forma de vida, siempre
atareada y de horas muy escasas. Los enfermos acostumbran a ser muy conscientes
de esta complicación e insisten en pedir a sus próximos que no se molesten, que
no necesitan compañía, que les basta con los buenos oficios de enfermeras y
médicos. Eso es al menos lo que decía mi amigo N.
No les hablaré de él. Me lo prohibió explícitamente. "No escribas sobre
mí, cuando haya muerto". Sólo diré que era una de las mejores personas que
he conocido. Era sacerdote y profesor de historia. Su virtud que más me
impresionaba era la coherencia. Mejor dicho: la naturalidad con que se aplicaba
a vivir de acuerdo con su creencia cristiana, haciendo oídos sordos al ruidoso
entorno que nos rodea. Vivió con discreción extrema y con discreción murió.
Durante los días de Navidad, se confirmó que el cansancio que le atenazaba era
la reproducción de un cáncer que le había sido extirpado años antes. Le
ingresaron, le practicaron todo tipo de pruebas, le operaron, pero la
intervención no sirvió de nada y agonizó durante casi tres meses. Su final fue
realmente penoso. Quedó en los huesos, pues no podía comer. Los calmantes para
el dolor le provocaban vómitos y mareos, que le impidieron leer. Después, casi
no podía hablar y, al final, no podía ni cambiar de postura. Ya no era más que
un corazón sufriente y unos ojos enormes.
Los amigos que le acompañamos sufríamos con él. Nada hay más desalentador que
ver sufrir a alguien. Nada hay más desalentador, sí, pero pocas experiencias
personales son tan profundas, intensas y verdaderas como las que hemos vivido
durante estos tres meses junto a él. Primero, queríamos distraerle y darle
esperanzas. "Vas a salir de esta", exclamábamos teatralmente. Yo
discurseaba, como acostumbro, sobre nuestros problemas políticos y sociales,
buscando el irónico deje y el espíritu analítico de sus acotaciones. Seguíamos
trenzando conversación, como habíamos hecho siempre, sobre todo lo divino y lo
humano. Al cabo de un mes, descubrí que no podía prescindir de aquellas
visitas. Era yo el acompañado. Ayudarle a incorporarse, ofrecerle la palangana
para vomitar, leer los salmos que me pedía, vaciar la cuña en que orinaba no
significaba para mí una molestia, sino una fuente de sentido. Hablé de esto con
los otros amigos que lo veían prácticamente a diario. Hacía mucho tiempo que no
disfrutábamos tan libre y profundamente de la amistad. No era un peso,
acompañarle: necesitábamos estar allí. Más que eso: estar allí llenaba los
vastos espacios vacíos de nuestro interior.
Pero el cáncer avanzó, el estado de nuestro amigo fue cada vez más penoso.
Llegó el momento en el que no hacíamos nada, a su lado. Algún familiar se
desesperaba: "¡Esto tiene que acabar!". Pero en su tremenda fatiga,
N. esperaba la muerte, con dolorida serenidad. No podía más, pero no tenía
prisa. Unos días más tarde, nuestra cháchara le fatigaba, el dolor se le hacía
insoportable y los calmantes le dejaban en estado de somnolencia. Fue entonces
cuando dudamos un poco. Parecía que nuestra presencia interrumpía sus sueños y
despertaba sus dolores. Leíamos en sus enormes ojos de agónico una mirada que
podía ser paciente, pero también recriminatoria. Se estaba apagando como una
vela.
Fue entonces cuando pasé la tarde dominical más hermosa de mis últimos años.
Una tarde de primavera con lluvia y sol en los cristales, de tranquila lectura
y de dulces pensamientos erráticos. Todo lo que aprendí de N., sus vicisitudes
y pensamientos, la historia de su vida pasó ante mí como en una película. Una
película con sentido. A mi lado, adormilado, se apagaba un amigo
irreemplazable; al otro, sentados como yo en silencio, otros amigos leían,
pensaban o rezaban. De repente, llamaba a la puerta alguien. N. abría los ojos.
Si no tenía gran relación con él, intentaba una sonrisa. La que ya no ensayaba
con nosotros. Finalmente lo comprendí: la amistad es saber que cuando te estás
muriendo y el dolor físico te posee, no necesitas aparentar ni una sonrisa de
complicidad. Un par de días más tarde, dos amigos tuvieron mejor suerte que yo.
Le cogían de las manos, cuando su corazón se paró. Ahora entiendo a Ramón Llull
cuando escribe: "Si no supiera que es amor, sabría que es trabajo,
tristeza y dolor".
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