Apenas se oyó el sonido leve de sus sandalias sobre la grava
de mi patio, el niño que llevo en las entrañas se estremeció dentro de mí.
-¡Shalom, Isabel!, había dicho ella, y su voz me llenó
de una alegría desconocida en la que se desbordaba toda la energía del Espíritu.
Nos abrazamos en silencio y fue entonces cuando tuve el
presentimiento de que no éramos sólo tres, ella, mi hijo y yo, quienes nos
fundíamos en el abrazo. Cuando nos separamos, puso sus manos sobre
mi vientre y me miró riendo al sentir los pies del niño que se movían con
impaciencia dentro.
No sentamos a la sombra del limonero y le hablé
largamente de los difíciles años de mi esterilidad, tejidos de desolación y de
oscura vergüenza. Le conté que, lo mismo que Raquel, también yo había deseado
mil veces decirle a Zacarías : "Dame hijos o me muero" (Gen
30,1), aunque sabía que, lo mismo que Isaac por Rebeca, también él rezaba por
mí para que Poderoso retirase mi afrenta. Había pasado infinitas
noches desahogando mi corazón ante el al Señor como Ana, la madre de
Samuel, suplicándole que remediara mi humillación (1Sm 1,10-16). Y a pesar de
que conocía la historia de Sara, también sonreí con incredulidad
cuando Zacarías volvió mudo del santuario y trató de hacerme entender que
nuestra oración había sido escuchada…No fui capaz de creerlo hasta que tuve la
certeza de que en mi seno se había alumbrado la vida: el Señor se había
acordado de mí lo mismo que de nuestras madres, y me había visitado con el don
de la fecundidad. Por eso necesité esconderme muchos meses: tenía que dar
tiempo a mi corazón para agradecer en el silencio y la soledad que el Señor me
había desatado el sayal de luto para revestirme de fiesta.
Cuando terminé mi relato comenzó a hablar ella y
pude asomarme al brocal del pozo que escondía su misterio. Al escucharla, mis
ojos deslumbrados sólo conseguían ver su rostro reflejado en el agua: contemplé
la imagen resplandeciente de la llena de gracia y reconocí a la verdadera hija
de Sión convocada a la alegría, a la elegida para ser el orgullo de nuestro
pueblo. La alabanza me nació de dentro: "¡Bendita seas entre todas las
mujeres, bendito el fruto de tu vientre…! Dichosa tú que te has fiado de Dios
como nuestro padre Abraham…" ,
Recibió mis palabras como acoge el agua clara de un arroyo
el rayo de luz que ilumina su fondo. Volvió a hablar y me di cuenta de que
deseaba hacerme ver a través de ella el rostro de Otro.
"No te pares en mí, Isabel; es a él a quien
tenemos que dirigir la bendición, al que se ha inclinado a mirar a
la más pequeña de sus hijos, y en mí ha visto a todos los que como
yo no poseen ni pueden nada y se apoyan solamente en él. Porque
cuando alguien confía en su amor, él hace cosas grandes y lo sienta a su
mesa, mientras que a los que se creen algo, los aleja de su
presencia. Yo sólo era una tierra vacía y pobre pero él ha pronunciado sobre mí
su palabra y, como en la primera mañana de la creación, ha hecho brillar la luz
de un nombre nuevo, el del hijo que está creciendo dentro de
mí. Dios se ha acercado tanto que nos pertenece como la semilla a la
tierra que la ha hecho germinar. Yo sólo podía decir: "Aquí estoy,
hágase…" y dejar atrás cualquier inquietud. No sé cómo va a suceder todo
esto, pero estoy al amparo de su sombra y mis ojos están puestos en él, como los
de una esclava en las manos de su señora…(Sal 123,2)
Nos quedamos en silencio hasta que sentí que acariciaba mis
manos ásperas y rugosas y repetía: - "Como están los ojos de la
esclava fijos en las manos de su señora"... Anda,
Isabel, dime dónde guardas el cántaro y no te
muevas tú, que yo me voy a traer el agua para lavar la ropa.
Ya salía con el cántaro cuando se volvió hacia mí y
dijo: - "Aún no te he dicho el nombre de mi hijo: se va a
llamar Jesús…"
El nombre se quedó suspendido en el sosiego de la tarde y,
mientras la miraba alejarse cantando, supe que ella era ahora el Arca de la Alianza. Recordé
a Zacarías ofreciendo el incienso en el templo y pensé que el santuario del
Santo de Israel era ahora la muchacha que, con un cántaro al hombro, iba
dejando a su paso un rastro de silencio y una algarabía de pájaros en los
cipreses que bordean el camino hacia la fuente.
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