Ven, Espíritu Santo Creador.
Ven, Fuego que alienta la vida.
Ven, Agua que limpia y nos fecunda.
Soplo que nos hace andar.
Empujas la historia hacia la libertad,
deshaces los miedos que atan,
derribas los yugos que oprimen la voz,
sacudes las cobardías.
Más dentro de mí que yo mismo
me habitas, Espíritu de amor.
Me mueves por dentro, me lanzas a amar,
me llenas de gracia y ternura.
Me alzas del polvo, me pones de pie,
me abres de nuevo el camino.
Me imprimes a fuego en el corazón
el rostro de Cristo, el Señor.
Ven, Espíritu Santo Creador.
Ven, Consolador de los pobres.
(Cristóbal Fones, sj)
¡Cuántas heridas llevamos dentro! Grandes o pequeñas, viejas
o recientes, esas heridas están allí adentro, por los recuerdos dolorosos, por
las experiencias traumáticas de nuestro pasado, por nuestros fracasos, por
nuestros errores, por el amor que nos negaron, por lo que no pudo ser.
Quizá con nuestra mente le quitamos importancia a esas cosas, pero nuestra
afectividad sigue sufriendo por esas heridas.
El Espíritu Santo puede entrar en nuestro interior y es
capaz de sanar esas heridas. Mostrémosle lo que nos duele, digámosle lo que
sentimos, e imaginemos que se derrama como bálsamo que cura y cicatriza, que
pasa como caricia suave que cierra las heridas con cuidado y con ternura. Él te
lo está diciendo: “Yo, yo soy el que te consuela” (Is 51,2). “Las colinas se
moverán, pero mi amor no se apartará de tu lado” (Is 54,10). “Yo mismo
apacentaré mis ovejas… Curaré a la herida y reconfortaré a la enferma” (Ez 34,
15.16).
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