Hay una mujer
que tiene algo de Dios
por la inmensidad de su amor,
y mucho de ángel
por la incansable solicitud de sus cuidados.
Una mujer que, siendo joven,
tiene la reflexión de una anciana
y, en la vejez,
trabaja con el vigor de la juventud.
Una mujer que, si es ignorante,
descubre los secretos de la vida
con más acierto que un sabio
y, si es instruida,
se acomoda a la simplicidad de los niños.
Una mujer que, mientras vive
no la sabemos estimar
porque a su lado todos los dolores se olvidan,
pero, después de muerta,
daríamos todo lo que somos
y todo lo que tenemos
por recibir de ella un solo abrazo.
De esa mujer no me exijáis el nombre.
¡Es la madre!
(Mons. R. A. Jara).
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