Palabras para celebrar juntos la Pascua de Resurrección
-SENCILLEZ Y DETERMINACIÓN-
Durante la misa de apertura del Segundo Sínodo para Europa, el Papa proclamó a Santa Catalina de Siena copatrona de Europa, junto a Santa Teresa Benedicta de la Cruz y Santa Brígida de Suecia.
La Europa de Catalina, como nuestro mundo de hoy, estuvo marcada por la violencia y por un futuro incierto: el Papado había huido a Aviñón, desgarrando la Iglesia y dividiendo países, ciudades y Órdenes religiosas, incluida la nuestra; las ciudades habían quedado diezmadas por la peste bubónica, conocida como la Peste Negra, había un declive de vitalidad en la Iglesia y una pérdida de identidad, así como una crisis en la vida religiosa. Catalina se negó a resignarse ante este sufrimiento y esta división. En palabras del Papa Juan Pablo II, entró “con paso firme y palabras ardientes en el corazón de los problemas eclesiales y sociales de su época”. Se dirigió a los gobernantes políticos y religiosos, personalmente o por cartas, y les señaló claramente sus fallos y cuál era su deber como cristianos. No tuvo reparo en decir incluso al Papa que debían tener valentía y regresar a Roma. Visitó cárceles, cuidó de los pobres y de los enfermos. La devoraba la urgencia de llevar a todos el amor y la misericordia de Dios.
Sobre todo Catalina luchó por la paz. Estaba convencida de que “ni con espada ni con guerras ni con crueldad” se podía lograr el bien, sino “con la paz y la humilde y continua oración”. Pero nunca sacrificó la verdad o la justicia por una paz fácil o a bajo precio. Recordó a los soberanos de Bolonia que buscar la paz sin la justicia era como poner bálsamo en una llaga que debería ser cauterizada. Sabía que ser pacificador significaba seguir los pasos de Cristo, que hizo la paz entre Dios y la humanidad. Por esta razón, el pacificador debe a menudo compartir el mismo destino de Cristo y sufrir el rechazo. El pacificador es “otro Cristo crucificado”.
Nuestro propio mundo está lacerado por la violencia: violencia étnica o tribal en África y en los Balcanes; amenaza de una guerra nuclear; violencia en nuestras ciudades y familias. Catalina nos invita a tener el coraje de ser pacificadores, aunque esto conlleve que nosotros mismos tengamos que sufrir persecución y rechazo. La paz, para Catalina, significaba por encima de todo la paz en la Iglesia, la curación del Gran Cisma. Y, al mismo tiempo, percibimos su intenso amor por la Iglesia, que para ella no era “otra cosa que el mismo Cristo”, junto a su coraje y libertad.
Amó tanto a la Iglesia que no dudó en denunciar los fallos de los clérigos y obispos en su búsqueda de riqueza y posición social, y le exigió que fuera el misterio de Cristo en el mundo, la servidora humilde de todos. Incluso se atrevió a decir a Dios lo que tenía que hacer, cuando rogó: Te apremio, pues, puesto que Tú sabes, puedes y quieres, que tengas misericordia del mundo, y envíes el calor de la caridad con la paz y unión a la santa Iglesia. No quiero que tardes más” La Iglesia de nuestro tiempo sufre también divisiones, causadas por incomprensiones, intolerancia y una pérdida del “calor de la caridad y la paz”.
Hoy el amor por la Iglesia se entiende a veces como un silencio falto de sentido crítico. ¡No se debe “agitar la barca”! Pero Catalina nunca pudo permanecer en silencio. Escribió a un importante prelado: “No os quedéis más en silencio. Gritad con cien mil lenguas. Veo que el mundo está perdido por callar. La esposa de Cristo está descolorida, ha perdido el color”. Que Santa Catalina nos enseñe su amor profundo al Cuerpo de Cristo, y su sabiduría y coraje para decir con verdad y abiertamente palabras que unen en lugar de dividir, que iluminan en vez de oscurecer, y que curan en lugar de herir.
Las relaciones de Catalina con sus amigos, y en especial con sus hermanos y hermanas dominicas, estuvieron marcadas por la misma combinación de amor y audacia de hablar. Ella consideraba a cada amigo como un don de Dios, que debía amarse “muy cercanamente, con un amor particular”. Creía que la amistad mutua era una oportunidad “para engendrarse mutuamente en la presencia dulce de Dios”, y una proclamación de “la gloria y alabanza del nombre de Dios en el prójimo”.
Pero este amor no le impidió hablar con toda franqueza a sus amigos, y decir a sus hermanos exactamente lo que debían hacer, incluso a su querido Raimundo de Capua, que llegó a ser Maestro de la Orden el año de su muerte. No puede haber amor sin verdad, ni verdad sin amor. Así rezaba por sus amigos: “Dios eterno, te pido con singular solicitud por todos los que me has dado para que los ame con singular amor. Que sean plenamente iluminados con tu luz y que se quite de ellos toda imperfección, para que en verdad puedan trabajar en tu jardín, donde Tú los has destinado”.
Si la Familia Dominicana tiene que ser, en palabras de Catalina, “amplia toda gozosa y perfumada, jardín agradabilísimo”, debemos aprender su capacidad de amistad recíproca junto con la plena verdad. Nuestra amistad como hombres y mujeres, religiosos y laicos, es un gran don para la Orden y para la Iglesia, pero a veces está marcada por heridas de las que apenas nos atrevemos a hablar. Para trabajar juntos como predicadores del evangelio, tenemos que hablarnos mutuamente con la franqueza y confianza de Catalina, para que “en la verdad puedan trabajar en tu jardín”. Catalina fue una mujer apasionada, con profundos deseos: la unión con Dios, la difusión del evangelio y el bien de toda la familia humana. El deseo ensancha nuestros corazones. Ella dijo a Dios: “Tú haces grande el corazón, no estrecho, tan grande que tiene cabida para todos en su caridad amorosa”. Y Dios dijo a Catalina: “Yo que soy Dios infinito, quiero ser servido por vosotros con cosa infinita, e infinito no tenéis más que el afecto y el deseo de vuestro espíritu”.
¿Cómo podemos crecer como hombres y mujeres tocados por la pasión de Catalina por Dios? ¿Cómo podemos liberarnos de la pequeñez de corazón y de la complacencia en las pequeñas satisfacciones? Quizá descubriendo, como hizo Catalina, que Dios está presente en el fondo mismo de nuestro ser. La pasión por Dios no es algo a lo que se cobra gusto, como la afición al fútbol. Está en la esencia de mi ser esperando a que se descubra. Nuestro mundo está marcado por un hambre profunda de identidad.
Para mucha gente de hoy la pregunta es: ¿Quién soy yo?. Esta fue la pregunta de Catalina. La búsqueda contemporánea del conocimiento de uno mismo es, con frecuencia, una preocupación narcisista, una concentración introvertida en el propio bienestar y realización. Pero para Catalina, “cuando al fin me veo como soy, no descubro una pequeña brizna de mi yo egoísta y solitario”. En lo que Catalina llamaba “la celda del conocimiento de sí” yo me descubro amado en mi propio existir. Ella se describió como “concentrada en la celda interior para conocer mejor en sí la bondad de Dios”. Si me atrevo a hacer este viaje hacia el conocimiento de mí mismo, entonces descubriré que pequeño, imperfecto y limitado soy, pero veré también que soy profundamente amado y valorado. Dios dijo a Catalina: “Con providencia te creé, y al contemplarla en mí mismo, me enamoré de la belleza de mi criatura”. Por eso Catalina nos ofrece una respuesta liberadora a la búsqueda contemporánea de la identidad. Nos lleva más allá de una falsa identidad basada en la posición o en la riqueza o en el poder. Porque en la entraña de nuestro ser está Dios, cuyo amor nos mantiene en el ser. Este es el lugar de la oración contemplativa, donde uno se encuentra con Dios que se complace en amar y en perdonar, y cuya propia bondad saboreamos. Aquí descubrimos el secreto de la paz de Catalina y de su dinamismo, de su confianza y de su humildad. Esto es lo que hizo de esta jovencita, con poca educación formal, una gran predicadora. Esto es lo que le dio la libertad de hablar y de escuchar. Esto es lo que le dio la valentía para afrontar los grandes problemas de su tiempo sumergiéndose en ellos. Con la ayuda de sus plegarias nosotros podemos hacer lo mismo. Vuestro hermano en Santo Domingo.
Fr. Timothy Radcliffe, OP
Maestro de la Orden de Predicadores
Abril 2000
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