Los pasajes de la pasión son de tal intensidad que, por mucho que los hayamos leído, reflexionado o rezado, siempre nos sumergen en un silencio conmovedor.
No deja de impresionarnos la aceptación con la que el Señor, libremente, asume las consecuencias de una vida según la voluntad del Padre; también el modo en que se nos confronta acerca de la forma en que nos tratamos entre nosotros o en nuestra relación con Él.
Mirando fijamente al Dios de la cruz, a Jesús, tendremos que reconocer, también nosotros, las veces en las que actuamos igual que los diferentes personajes del texto: cuando le negamos, nos lavamos las manos, nos flagelamos mutuamente o le sustituimos por ideologías más gratificantes, por intereses más seguros.
El relato nos impulsa a profundizar en lo más íntimo de nuestro ser y contrastarnos acerca de nuestra fidelidad a Dios. Y el mejor modo de hacerlo es ante esta cruz, signo de la fidelidad y el amor de Dios a todos los hombres. Reconocer nuestros errores y omisiones es, además, admitir de nuevo, que sea Cristo quien cargue con la cruz de nuestra debilidad, para dejarnos redimir desde la raíz de nuestra falta de fe.
Esa cruz, a la que parece que ya nos hemos acostumbrado, la que hemos embellecido y dulcificado tanto que nos cuesta recordar lo que verdaderamente es. La cruz de Cristo es soledad, tortura, muerte, incomprensión, injusticia, burla, persecución… y es la misma cruz en la de tantas personas siguen padeciendo y muriendo hoy en muchos rincones del mundo… es el fruto de nuestro pecado, del egoísmo y la indolencia de los seres humanos.
En estos tiempos en los que la pandemia -además de suponer un nuevo dolor y una preocupación añadida- agrava las heridas que la humanidad ya tenía, los creyentes no podemos dejar de preguntarnos sobre la forma en que estamos respondiendo… ¿somos verdaderamente conscientes del inmenso sufrimiento que este virus está provocando en muchas familias? ¿o solo nos preocupamos por nosotros mismos, por los nuestros, por las privaciones y renuncias a las que estamos sometidos, por nuestras pérdidas?
¿De qué modo lanzar una mirada amorosa a esta realidad que vaya más allá? ¿cómo ser testigos activos de la transformación a los pies de esta dura cruz?
La cruz del Señor es la de cada uno de nosotros, pero esa cruz que nos mata (tanto al que está colgado de ella como a los que hoy seguimos colocando los clavos) es paradójicamente la que nos salva también: la cruz de Cristo es, ante todo, Amor. Toda esa miseria e inhumanidad que tenemos en el corazón es asumida por nuestro Dios que, a pesar de nuestros innumerables fracasos, nos ama ¡lo hace con locura! y, desde luego, ese amor es infinitamente más grande y más fuerte que toda nuestra inmundicia junta.
Es un amor tan inmenso que transforma la cruz, haciendo de lo que es nuestra perdición, el árbol de la salvación. ¿Por qué? Porque ese Dios-con-nosotros, ese hombre que se desangra en la cruz, lo hace amándonos y no sólo eso, también entendiéndonos y justificándonos.
No nos salva la cruz en sí, no son los padecimientos ni el dolor, sino el infinito amor que hay clavado en ella.
En la cruz, Cristo no sólo nos muestra ese amor, sino que además nos enseña que ya no hay nada que pueda acabar con nosotros, que por intenso que sea el dolor, la injusticia, el vacío… todo, si lo asumimos desde el Amor, nos hace más vivos, más humanos, más de Dios.
De lo que debía ser una vergüenza de la humanidad, nosotros los cristianos, hemos hecho nuestro signo; la señal de que estamos presentes en cada gota de sangre que se derrama injustamente; en cada lágrima que brota de un niño hambriento; en todas las angustias de la humanidad… asumiéndolo todo desde el amor de Dios, tratando de llevar a todos su salvación. La celebración de hoy puede ayudarnos a grabar esa cruz en las entrañas y en nuestro corazón.
Fr. Félix Hernández Mariano, OP
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