Esta es una Comunidad que quiere ser anuncio de esperanza
para el mundo, ser posada para aquellos que se acercan a nuestro monasterio.
Deseamos avanzar, celebrar, curar, servir, orar… seguir descubriendo al Dios de
Jesucristo que es nuestro centro y que se manifiesta en el otro.
Somos un grano de arena en el proyecto de nuestro Padre
Santo Domingo, que queremos que no muera, para seguir iluminando dentro de la Iglesia al mundo, y hacer
ver que otro tipo de Iglesia, de sociedad es posible. Vivir nuestra vida con
pasión, aún con nuestros pecados y flaquezas.
Por tanto, nuestra vida contemplativa monástica no limita,
ni reduce, «ni encarcela el amor», sino que es la libertad incondicional de
amor que rompe cualquier tipo de frontera. No nos escondemos, sino que hacemos
presente la gracia de una misteriosa comunión. No nos aparta de las
preocupaciones y afanes evangelizadores, sino que los vivimos y nos
comprometemos con ellos de una manera diferente, actuando como invisible
levadura, capaz de hacer fermentar la masa.
La vida común nos da la oportunidad de experimentar la
misericordia y el gozo que viene de Dios. En cada hermana está impresa la
imagen viva de Dios. Podemos experimentar cómo nuestra amistad con Dios se hace
vida en la relación con las hermanas, pues compartimos desde lo más
insignificante hasta lo más valioso que cada una pueda tener: casa, alimentos,
ropa, alegrías, tristezas, sueños, conflictos, decepciones…
La vida común te va purificando y limando. En ella es donde
vivimos nuestra consagración y dónde se pone a prueba nuestro seguimiento a Jesucristo
en pobreza, castidad y obediencia. Pues nuestro voto de pobreza nos hace
necesitar siempre de la hermana y no ser autosuficientes. El voto de castidad nos
abre el corazón para acoger a cada miembro de la comunidad y vivir el amor como
el mejor de los carismas, como Pablo nos lo dejó tan bellamente escrito en la
carta a los Corintios: «el amor es paciente; servicial; no tiene envidia;
no se jacta ni se engríe; no toma en cuenta el mal; todo lo excusa; todo lo
cree; todo lo espera; todo lo soporta. No tiene límites ni pasa nunca» (1
Cor 13,4-8). Y el voto de obediencia nos libera del egoísmo, de
creernos sabedores y dueños de la verdad, de «mi verdad», y nos ayuda a
asemejarnos al Siervo de Yahvé, manso y humilde, «que aprendió sufriendo a
obedecer» (Hb 5,8).
La vida común dominicana es la mayor predicación que podemos
hacer sin grandes discursos. Una vida de confianza, de amor y perdón en Dios,
se hace testimonio fuerte y valioso de los valores del Reino de Dios ya
presente. Así como Domingo acogía a todos en su infinita caridad, nuestro
corazón y nuestra casa han de estar con las puertas abiertas, dispuestos a
acoger las necesidades de todos, sobretodo de los más desfavorecidos. Esta
acogida es otro modo importante que tiene nuestra vida de hacer realidad
aquello que queremos vivir cada día: el AMOR.
Monasterio Santa María la Real, de monjas dominicas
(Os recomendamos visitar su página web)
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