"En lo alto de una larga escalera del metro, misioneros en traje común o con impermeable, vemos de tramo en tramo, en esta hora de aglomeración, una llanura de cabezas, llanura temblorosa que espera la apertura de los portones.
Viseras, boinas, sombreros, cabellos de todos los colores. Centenares de cabezas, cientos de personas. Nosotros en lo alto y, más alto y sobre todo, Dios.
Enseguida, cuando los portones de abren, subimos al vagón. Veremos rostros, frentes, ojos, bocas. Bocas de gentes solas, al natural: avaras las unas, serias las otras, algunas poco agradables; bocas ávidas, saciadas de todos los alimentos terrestres, tan pocas que tengan la forma del Evangelio...
Rápido, una vez llegados, en la noche, abocaremos al aire libre, saldremos a la calle que nos lleva a casa. A través de la niebla, la lluvia o el claro de luna, nos cruzaremos con gentes, las oiremos hablar de encargos, de comida, de dinero, de préstamos, de miedos.
Nunca o casi nunca de lo que es para nosotros lo más amado.
A izquierda y derecha, casas de fachadas oscuras con pequeños puntos de luz que dicen que hay gentes que viven en medio de tanta penumbra. Lo que hacen, lo sabemos: construyen sus frágiles goces; padecen largas miserias; hacen algún bien y cometen pecados. ¡Cuánta más luz habría hoy si una lucecita brillara en todos los hogares donde alguien reza!
Si. Nosotros tenemos nuestro desierto al que nos conduce el amor. El mismo espíritu que guía a los misioneros de hábitos blancos a sus desiertos nos conduce a veces, temblorosos, a las escaleras sobrecargadas, al metro, a las calles atardecidas...
En esta muchedumbre, corazón a corazón, estrujados entre tantos cuerpos, sobre el asiento en el que nos acompañan otros tres desconocidos, en la calle oscura, nuestro corazón palpita como cuando un puño se cierra sobre un pájaro...
Y orar, orar como se reza en medio de otros desiertos; orar por todas estas gentes, tan cerca de nosotros, tan cerca de Dios. Desierto de masas, desierto del amor.
Desnudez del verdadero amor. Sin añorar compañía, ni al amigo que comprenda todo lo que llevamos en el corazón, ni la hora dulce en un rincón de la iglesia, ni el libro que nos gusta en nuestra casa ...
Desierto de masas, desierto del amor".
(Madeleine Delbrél, Nous azares, gens des rues, Seuil, Paris, 1966, 68-69)
Por eso la fé nos alumbra......
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