
El pasado Diciembre me encontraba en Ho Chi Minh-Ville, en mi visita canónica a la Provincia de Vietnam. Al final de nuestra jornada de trabajo, a mi Socio y a mi, nos gustaba salir y perdernos en las pequeñas calles de la ciudad. Uno de nuestros placeres consistía en escaparnos del espía que el gobierno enviaba para ver lo que nosotros podíamos "fabricar". Mientras atravesábamos el laberinto de calles llenas de vida, podíamos ver gente que apostaba, comía, hablaba, jugaba al billar. En muchas de las casas se veían imágenes de Buda. Una tarde, a la vuelta de una calle, entramos en un parque y, allí, en medio, se encontraba la estatua de un dominico con alas. Era San Vicente Ferrer que se representa siempre como un ángel. Era el gran predicador. Daniel me dijo que se le consideraba como el ángel del Apocalipsis, anunciando el fin del mundo. Es claro que ningún predicador puede tener siempre razón... Así pues, el Arcángel Gabriel es un buen modelo para nosotros, dominicos.
Todavía hay otro aspecto. El "Avemaría" es una especie de homilía. Una homilía no nos habla solamente de Dios. Nace de la Palabra que Dios nos dirige. La predicación no es únicamente la narración de acontecimientos vinculados a Dios. Nos da la Palabra de Dios, Palabra que rompe el silencio entre Dios y nosotros.
"Dios te salve, María, llena de gracia". El inicio de todo es la Palabra que escuchamos. San Juan escribía: "En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino que El nos amó primero y envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados" (1 Jn.4,10). De hecho, en la época de Santo Domingo, el Ave María no estaba formado más que de las solas palabras del ángel y de Isabel. Nuestra oración estaba hecha de palabras que se nos habían dado. Sólo más tarde, después del Concilio de Trento, fue añadido nuestro propio discurso a María.
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