Estaría la santa Virgen en aquella hora en su oratorio
recogida, esperando esta nueva luz. Clamaba en lo íntimo de su corazón y, como
piadosa leona, daba voces al Hijo muerto al tercer día, diciéndole: levántate,
gloria mía; levántate, salterio y vihuela; vuelve, triunfador al mundo; recoge,
buen pastor, tu ganado; oye, Hijo mío, los clamores de tu afligida madre y,
pues éstos te hicieron bajar del cielo a la tierra, éstos te hagan ahora subir
de los infiernos al mundo...
No sale tan hermoso el lucero de la mañana, no resplandece
tan claro el sol de mediodía como resplandeció en los ojos de la Madre aquella
cara llena de gracias y aquel espejo sin mancilla de la gloria divina. Ve el
cuerpo del Hijo resucitado y glorioso, despedidas ya todas las fealdades
pasadas, vuelta la gracia a aquellos ojos divinos y restituida y acrecentada
su primera hermosura.
Las aberturas de las llagas, que eran para la Madre
cuchillos de dolor, velas hechas fuentes de amor. Al que vio pasar entre ladrones,
velo acompañado de santos y ángeles. A1 que le encomendaba desde la Cruz al
discípulo, ve cómo ahora extiende sus brazos y le da dulce paz en su rostro. Al
que tuvo muerto en sus brazos, velo ahora resucitado ante sus ojos Tiénelo y no
lo deja; abrázalo y pido que no se vaya. Entonces enmudecida de dolor, no sabe
qué decir. Ahora, enmudecida de alegría, no puede hablar. ¡Qué lengua, qué
entendimiento podrá comprender hasta dónde llegó este gozo?
(Fr. Luis de Granada)
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Comparte con nosotros...