domingo, 20 de abril de 2014

MARIA Y LA RESURRECCION DE JESUS



Estaría la santa Virgen en aquella hora en su oratorio recogida, esperando esta nueva luz. Clamaba en lo íntimo de su corazón y, como piadosa leona, daba voces al Hijo muerto al tercer día, diciéndole: levántate, gloria mía; levántate, salterio y vihuela; vuelve, triunfador al mundo; recoge, buen pastor, tu ganado; oye, Hijo mío, los clamores de tu afligida madre y, pues éstos te hicieron bajar del cielo a la tierra, éstos te hagan ahora subir de los infiernos al mundo...

No sale tan hermoso el lucero de la mañana, no resplan­dece tan claro el sol de mediodía como resplandeció en los ojos de la Madre aquella cara llena de gracias y aquel espejo sin mancilla de la gloria divina. Ve el cuerpo del Hijo resu­citado y glorioso, despedidas ya todas las fealdades pasadas, vuelta la gracia a aquellos ojos divinos y restituida y acre­centada su primera hermosura.

Las aberturas de las llagas, que eran para la Madre cuchillos de dolor, velas hechas fuentes de amor. Al que vio pasar entre ladrones, velo acompañado de santos y ángeles. A1 que le encomendaba desde la Cruz al discípulo, ve cómo ahora extiende sus brazos y le da dulce paz en su rostro. Al que tuvo muerto en sus brazos, velo ahora resucitado ante sus ojos Tiénelo y no lo deja; abrázalo y pido que no se vaya. Entonces enmudecida de dolor, no sabe qué decir. Ahora, en­mudecida de alegría, no puede hablar. ¡Qué lengua, qué entendimiento podrá comprender hasta dónde llegó este gozo?


                                                                        (Fr. Luis de Granada)

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