2ª
.- HOY ESTARÁS CONMIGO EN EL PARAÍSO. Lc
23, 33-43
El ladrón que le confesaba por rey y le pedía se
acordase de él, diciendo: Acuérdate, Señor, de mí cuando estuvieres en tu
reino. ...este ladrón que no le había conocido, le confesó por rey. ¡Cuán
singular y cuán maravillosa devoción fue ésta! En aquel tiempo confesó el
ladrón cuando el discípulo escogido negó. ¿Cuánto más gloriosa cosa fue
confesar el ladrón por rey al Salvador lleno de tormentos que si la viera
haciendo milagros? Y por eso no sin causa mereció tanto.
Mas veamos las palabras que dijo: Acuérdate de mí,
Señor, cuando estuvieres en tu reino. No dijo: si eres Dios, líbrame de
este presente tormento, sino: Pues eres Dios, líbrame del juicio advenidero. ¡
Cuán presto el magisterio del Espíritu Santo le alumbró, por el cual,
representándosele el rigor de este juicio, fue su espíritu lleno de temor! Aquí
confesó al Señor por juez del mundo y por rey de los siglos. No había sido
discípulo y ya es maestro, y de ladrón se hace confesor. Acuérdate, dice, de
mí. Con esta palabra alivió el dolor de sus tormentos. Y digo alivió porque
aunque la pena comenzó en ladrón, después, por nueva manera se vino a acabar en
mártir...
...Porque, ¿qué insignia de rey veía en él para
llamarle por este nombre? Entendió, pues, este ladrón, que aquellas heridas que
el Señor padecía no eran suyas, sino del ladrón, y por esto le comenzó a amar
mucho, porque en El reconoció sus propias llagas. Porque si él creyera que
aquellas heridas eran propias de Cristo, nunca le llamara rey. Mas porque
entendió ser ajenas, le confesó por verdadero rey. Porque ningunas insignias
son más propias de rey que padecer por el bien de sus vasallos.
Pues, ¿quién viendo esta confesión, no se maravillará
del abismo de las obras de Dios? Estaba el Salvador en aquella hora tan
afligido y despreciado de todos los hombres, desamparado de sus discípulos,
negado de Pedro, vendido de Judas, blasfemado de los judíos, escarnecido de los
gentiles y casi descreído de todos. Y al tiempo que los otros le descreyeron y
negaron, este ladrón le adora y le confiesa por rey, diciendo: Acuérdate,
Señor, de mí cuando estuvieres en tu reino. Velo condenado y reconócelo por
Dios; tiénelo por compañero de los tormentos, y pídele el reino de los cielos.
Y los discípulos habían conversado con Cristo, y oído su maravillosa doctrina,
y visto la inocencia de su vida, la alteza de sus virtudes, la grandeza de sus
milagros, y con todo esto perdieron la fe en aquella sazón. Y este ignorante
ladrón, que nada de esto había visto y oído, ni sabía otra cosa sino robar,
ahora sobrepuja a los apóstoles en la constancia, y en la fortaleza, y en la
confesión de la fe.
¡Oh cuánto puede el más bajo de los hombres con la
gracia divina y cuán poco el mayor de todos sin ella! Por aquí verán lo que
deban a Dios todos los escogidos, cuya persona representa este ladrón, los
cuales son salvos por la infinita bondad y misericordia de Dios como éste lo
fue. Porque, ¿quién no ve que la fe y conocimiento de este ladrón fue gracia
singular y misericordia de Dios? Mira lo que pidió y verás claro lo que creyó.
No pidió nada para este siglo, pues ya él estaba casi fuera del siglo, sino
pidió mercedes para el siglo advenidero, confesando que aquel que estaba allí
con él crucificado era poderoso para dárselas, y esto no como rogador o
tercero, sino como Rey y Señor del cielo, cuando por tal lo confesó. Pues,
¿cómo podía un ladrón alcanzar en tal tiempo tan maravillosa luz y creer cosa
al parecer tan increíble si no fuera por especial privilegio de Dios? Y no sólo
resplandece aquí la fe, sino también la humildad, compañera de la fe de esta
oración. Acuérdate, dice, Señor, de mí cuando estuvieres en tu reino. No te
pido silla a la diestra ni a la siniestra, ni tampoco pido cosa para este
mundo, pues tu reino no es de este mundo; sino que cuando estuvieres en el
reino de los cielos te quieras acordar de mí.
No de mis pecados, no de mis errores ni de los hurtos
que tengo hechos, sino de que soy hombre flaco y enfermo y criatura tuya,
hecho a tu imagen y semejanza. Acuérdate que por mí criaste todas las cosas, y
por mí tomaste carne humana, y por mí predicaste, ayunaste, oraste, caminaste,
sudaste, y por mí has trabajado toda la vida y ahora mueres en la cruz. Acuérdate
que, pues soy hombre, aunque pecador, soy hermano tuyo y redimido por tu
sangre. No te demando grandes cosas, porque me tengo por indigno de ellas. No
oso pedirte el reino de los cielos, porque no es razón que tal ribaldo como yo
sea recibido en tu lugar. Ni te pido que me lleves allá siquiera para servir a
aquellos celestiales ciudadanos, porque tampoco merezco esto. Solamente pido
me tengas en tu memoria y no te quieras olvidar de quien quisiste tener por
compañero en el tormento.
(Fr.
Luis de Granada)
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