Pedro Ferrando, al hablar de Domingo, dice que "se entregó de lleno al estudio de la teología y comenzó a llenarse de gran admiración en los divinos coloquios. Deleitado por la dulzura de tales mieles agotaba con avidez todo aquello que después derramó en abundancia".
Para Domingo, en comparación con la ciencia de Dios todo ha de ser considerado relativo, no porque no tuviera importancia, sino porque su relación o punto de mira tenía que estar fijo en lo que entonces llamaban "la reina de todas las ciencias", en comparación con la cual las demás eran servidoras.
Jordán de Sajonia nos dice que "comenzó a llenarse de vehemente admiración en su entrega a la Sagrada Escritura, mucho más dulce que la miel para su paladar.
Aprovechaba el tiempo durante el día y robaba horas de descanso a la noche con el fin de beber con avidez en los ríos de la Escritura, que le ponían en contacto con la fuente original de la Verdad, que es Dios.
La verdad revelada entraba en él por el sentido externo de la vista, en contacto con los códices apergaminados que tan necesarios le resultaban, pero sobre todo la Palabra revelada se introducía en su alma por el oído, como anota San Pablo: "la fe proviene del oir y oir depende de la predicación de la Palabra de Jesucristo".
Domingo almacenaba la Palabra de Dios en su alma y la sembraba generosamente por medio de todo su actuar. Añadía Jordán de Sajonia: "Su memoria, como prontuario de la verdad de Dios, le ofrecía abundantes recursos para pasar de una cosa a otra, mientras que sus costumbres y obras traslucían con toda claridad hacia fuera cuanto guardaba en el santuario de su corazón".