Isabel Flores de Oliva, nació en
Lima el 20 de Abril de 1856.
De pequeña tenía unas mejillas
muy rosadas, por lo que la empezaron a llamar Rosa, añadiéndose ella
posteriormente “de Santa María”.
Ya desde pequeña pudo percibir la
situación de explotación de los mineros, la mayoría nativos, lo que le dejó una
huella y un profundo dolor por esos “sus hermanos”.
Como toda mujer de su época, su
vida debía transcurrir como esposa, a ser posible, se varón que tuviera un buen
nivel social, o ingresando en un convento.
Pero ella, sintiendo un profundo
deseo de entregar su corazón al Dios del amor, percibe la llamada de realizar
esta vocación en el interior de su familia, trabajando por el Reino de Dios
desde fuera del convento, encontrando su camino como Terciaria de la Orden de Santo
Domingo, como laica dominica, imitando así a Santa Catalina de Siena, cuya vida
conoció y estudió significando para ella una verdadera fuente de inspiración.
Se dedicaba a dar catecismo a los
niños, enseñándoles también a tocar instrumentos musicales.
En sus constantes visitas a los
frailes dominicos, pudo ver las acciones en favor de los pobres que llevaban a
cabo Martín de Porres y Juan Macías.
A los mendigos que se encontraba
los llevaba a su casa para curarles las heridas, bañarlos y darles ropa y
comida, llegando a instalar en la casa de sus padres una pequeña enfermería.
Sus confesores decían que era muy
docta y muy especial, porque las mujeres de su tiempo no leían, no tenían
formación especial, pero ella sabía escribir.
Su vida giró alrededor de su
deseo de entregar su vida a Dios. A través de sus textos demuestra que tenía
mucho conocimiento de Dios y una especie de “iluminación divina”. Sus Mercedes
o Escala Mística es una especie de descripción del proceso de su encuentro con
Dios. Cada peldaño representa el grado del “amor divino perfecto” a Dios que
profesaba Santa Rosa.
En Santa Rosa se unen la
contemplación y el compromiso. Amante de la soledad, su profundo encuentro con
Dios en la oración le conduce a una honda experiencia mística de alianza con
Él, al que busca en el silencio y la soledad del corazón y, al mismo tiempo,
esta experiencia nutre y se expresa en su generosidad y compasión hacia el
prójimo, abriendo su alma a la obra misionera de la Iglesia con celo ardiente
por la salvación de los pecadores y de los “indios”, por quienes desea dar su
vida entregándose a duras penitencias para ganarlo a Cristo.
Frente a sus prójimos es un mujer
comprensiva: disculpa los errores de los demás, perdona las injurias, se empeña
en hacer retornar al buen camino a los pecadores, socorre a los enfermos. Se
esfuerza en la misericordia y la compasión. También propaga el rezo del
Rosario, manifestando que todo cristiano “debe predicarlo con la palabra y
tenerlo grabado en el corazón”.
Muere a los 31 años, siendo
canonizada por Clemente X el 12 de abril de 1671.