miércoles, 23 de agosto de 2017

Agosto, mes domicinicano: Santa Rosa de Lima




Isabel Flores de Oliva, nació en Lima el 20 de Abril de 1856. 

De pequeña tenía unas mejillas muy rosadas, por lo que la empezaron a llamar Rosa, añadiéndose ella posteriormente “de Santa María”. 

Ya desde pequeña pudo percibir la situación de explotación de los mineros, la mayoría nativos, lo que le dejó una huella y un profundo dolor por esos “sus hermanos”. 

Como toda mujer de su época, su vida debía transcurrir como esposa, a ser posible, se varón que tuviera un buen nivel social, o ingresando en un convento.

Pero ella, sintiendo un profundo deseo de entregar su corazón al Dios del amor, percibe la llamada de realizar esta vocación en el interior de su familia, trabajando por el Reino de Dios desde fuera del convento, encontrando su camino como Terciaria de la Orden de Santo Domingo, como laica dominica, imitando así a Santa Catalina de Siena, cuya vida conoció y estudió significando para ella una verdadera fuente de inspiración.


Se dedicaba a dar catecismo a los niños, enseñándoles también a tocar instrumentos musicales.

En sus constantes visitas a los frailes dominicos, pudo ver las acciones en favor de los pobres que llevaban a cabo Martín de Porres y Juan Macías. 

A los mendigos que se encontraba los llevaba a su casa para curarles las heridas, bañarlos y darles ropa y comida, llegando a instalar en la casa de sus padres una pequeña enfermería.

Sus confesores decían que era muy docta y muy especial, porque las mujeres de su tiempo no leían, no tenían formación especial, pero ella sabía escribir. 

Su vida giró alrededor de su deseo de entregar su vida a Dios. A través de sus textos demuestra que tenía mucho conocimiento de Dios y una especie de “iluminación divina”. Sus Mercedes o Escala Mística es una especie de descripción del proceso de su encuentro con Dios. Cada peldaño representa el grado del “amor divino perfecto” a Dios que profesaba Santa Rosa.

En Santa Rosa se unen la contemplación y el compromiso. Amante de la soledad, su profundo encuentro con Dios en la oración le conduce a una honda experiencia mística de alianza con Él, al que busca en el silencio y la soledad del corazón y, al mismo tiempo, esta experiencia nutre y se expresa en su generosidad y compasión hacia el prójimo, abriendo su alma a la obra misionera de la Iglesia con celo ardiente por la salvación de los pecadores y de los “indios”, por quienes desea dar su vida entregándose a duras penitencias para ganarlo a Cristo.

Frente a sus prójimos es un mujer comprensiva: disculpa los errores de los demás, perdona las injurias, se empeña en hacer retornar al buen camino a los pecadores, socorre a los enfermos. Se esfuerza en la misericordia y la compasión. También propaga el rezo del Rosario, manifestando que todo cristiano “debe predicarlo con la palabra y tenerlo grabado en el corazón”.

Muere a los 31 años, siendo canonizada por Clemente X el 12 de abril de 1671.