Andamos demasiado encorvados. Caminamos por la vida preocupados por el presente. Ponemos nuestras energías y fuerzas en el pequeño paso que vamos a dar. Nos agobian en exceso los problemas. Nos quitan la paz los sufrimientos propios y ajenos. Perdemos el horizonte de nuestra vida, la meta hacia la que nos orientamos. En la Cuaresma Dios nos invita a levantar la vista, a enderezar el cuerpo y la persona, para mirar hacia arriba, para verlo a Él, para “contar estrellas”.
Porque de andar agachados se nos olvida que existen estrellas; y con ellas promesas, sueños, ideales por los que sacrificar la vida (¿desde cuando –por cierto- no hemos soñado como cuando éramos más jóvenes?). Y que hay una estrella que brilla con luz propia, que nos sirve de brújula y guía: la Cruz de Jesucristo, que –en palabras de Pablo- transforma nuestra humanidad en gloria. Y que escandaliza a quienes se empeñan en vivir despersonalizados, ausentes, enemigos de ellos mismos. Y que da sentido a todos los dolores humanos, consolándolos, trascendiéndolos, ofreciéndoles la posibilidad de ser redentores cuando se viven desde el servicio y a la entrega.
Puede ser que nos cueste mirar hacia arriba. Pero nuestra realidad más cotidiana no queda al margen de la acción de Dios. Por más que nos empeñemos, existe mucha luz capaz de transfigurar nuestras miserias. Dios está interesado en poner luz a todos los ámbitos de nuestra vida. Y mientras él nos transfigura, nosotros recorremos el camino de la conversión, empujamos y colaboramos en su obra.
Mirar las estrellas. Trascender lo cotidiano. Percibir la luz que irradia la miseria que nos rodea, las personas con las que convivimos, las situaciones en que nos movemos. Reconocer que hay mucho de Dios en nuestro interior incluso, mucha luz en nuestras ruinas y rutinas. Muchas promesas para nuestro futuro. Con Dios siempre hay vida.
Segundo Domingo de Cuaresma (C)
Génesis 15, 5-12. 17-18
Sal 26
Filipenses 3, 17-4, 1
Lucas 9, 28b-36
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