El
don de predicar
Ninguna de las acepciones del Diccionario de la
Real Academia Española recoge el núcleo carismático del vocablo predicar, ni
siquiera la segunda de ellas que reza pronunciar
un sermón. Porque la predicación como gracia no se encierra en los cánones
de la elocuencia humana ni se ata siempre a dictados estéticos propios de cada
momento, aunque los unos y los otros visten bien siempre el mensaje a
transmitir. Predicar es, por encima de todo, hacer gala de convicciones
evangélicas, de implicaciones creyentes, de confianza en el mensaje a
transmitir, cuyo origen solo puede ser la verdad evangélica que mana de la
misma Palabra encarnada.
Sermonear no es predicar, está claro, porque un
sermón lo puede pronunciar cualquiera; sí, basta con preparar materiales de uno
u otro sitio, incluso de internet, y se pronuncie con cierta galanura, incluso
si lo dice un no creyente. Pero predicar el mensaje de Cristo solo lo puede
hacer un creyente, una persona fascinada por el Evangelio del Señor Jesús,
alguien que sigue y cree el Evangelio que predica, por encima de las propias
debilidades.
Predicar requiere haber visto y oído, contemplar y
dar lo contemplado, adquirir en el seguimiento del Maestro la condición de
testigo creíble, de buscador de la verdad, de criatura que ha sufrido en sus
propias carnes la transparencia y fuerza transformadora del Evangelio. Porque
predicar, a fin de cuentas, es dejar que la Palabra campe por sus fueros,
aunque sea violentando los huesos del predicador y cambiando el horizonte de
esperanza y de gracia del que escucha la predicación.
Fr. Jesús Duque OP.