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Con
la fiesta de Cristo Rey se da por finalizado el Año de la Fe, que la Iglesia ha
venido celebrando con especial intensidad. Un ejemplo de ello ha sido el Via
Crucis Magno, celebrado en Córdoba.
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San
Pablo, en la segunda lectura, en lo que se refiere a nuestra fe, nos viene a
decir y recordar que en el ser humano se da un estado de confusión, de
desvarío, de oscuridad. A menudo, orgulloso de sus conquistas, el ser humano se
siente artífice de su propio futuro. Pero cuando pretende camuflar sus propios
errores, entonces se sume en una desconcertante mediocridad y se muestra
intolerante y hasta violento.
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Necesitamos,
de alguna manera, la mano de alguien mayor que nosotros, que nos traspase al
reino de la verdad, del amor y del perdón. Y, precisamente, este reino es el
Reino de la Luz, el Reino de Jesús.
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Si
equiparáramos la categoría de la victoria cristiana con la dominio y supremacía
que detenta cualquier gobierno internacional, estaríamos distorsionando el
mensaje y la misma vida de Jesús. La victoria, el reinado o el imperio de Jesús
está en el extremo opuesto de cualquier estructura de sometimiento o de poder.
Cristo no oprime, no somete, tan solo libera y ama.
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La
grandeza de Jesús consiste en que se ha rebajado a hacerse miembro de nuestra
familia, nos ha regalado la dignidad de ser hijos de Dios, nos ha elevado a la
categoría de hermanos. El ejercicio de
su realeza ha consistido en despojarse de todo tributo que distingue o
identifica a los poderes de la tierra y ofrecernos la grandeza de su
encarnación, de su amor crucificado y de su presencia escondida en la
Eucaristía.
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El
Evangelio nos dibuja la imagen de nuestro rey, con cetro y corona, que se
transforma en un hombre despojado de sus vestiduras, coronado de espinas y
clavado en la cruz. El letrero de su cruz: “este es el rey de los judíos”, para los romanos era una burla, para los
responsables de los judíos era un insulto, para el creyente es el título que
define a Cristo.
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La
gente se ríe de él, los soldados se mofan de él, y un criminal crucificado con
él le insulta. Tan solo, el segundo criminal también crucificado con él
invierte las burlas de los demás en una oración exquisita y extraordinaria,
convirtiéndose esa oración en la única imploración en el Nuevo Testamento que
se dirige a Jesús: “Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. En aquellos
momentos dramáticos se produce el milagro de la fe, que hace oir la voz de
Jesús: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”.
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Estaría
bien que sintiéramos en nuestro interior también esa voz de Jesús, que nos
diéramos cuenta de sus hechos y de su vida, porque con ellos Jesús nos quiere
llevar a prescindir de esos ciertos aires de grandeza y autosuficiencia que nos
alejan de la sencillez evangélica; y, además, hoy Jesús espera también de cada
uno de nosotros que nos examinemos de
cómo vivimos nuestra fe.
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