Ciertamente, los métodos científicos utilizados por san Alberto
Magno no son los que se afirmarían en los siglos sucesivos. Su método consistía
simplemente en la observación, en la descripción y en la clasificación de los
fenómenos estudiados, pero así abrió la puerta a trabajos futuros.
Él tiene mucho que enseñarnos aún. Sobre todo, san Alberto
muestra que entre fe y ciencia no hay oposición, a pesar de algunos episodios
de incomprensión que se han registrado en la historia. Un hombre de fe y de
oración, como fue san Alberto Magno, puede cultivar serenamente el estudio de
las ciencias naturales y progresar en el conocimiento del micro y del
macrocosmos, descubriendo las leyes propias de la materia, ya que todo esto concurre
a alimentar la sed y el amor de Dios. La Biblia nos habla de la creación como del primer
lenguaje a través del cual Dios – que es suma inteligencia, que es Logos
– nos revela algo de sí mismo. El libro de la Sabiduría , por ejemplo,
afirma que los fenómenos de la naturaleza, dotados de grandeza y de belleza,
son como las obras de un artista, a través de las cuales, por analogía, podemos
conocer al Autor de la creación (cfr Sb. 13,5). Con una similitud
clásica en la Edad Media
y en el Renacimiento se puede comparar el mundo natural a un libro escrito por
Dios, que nosotros leemos en base a las diversas aproximaciones de las ciencias
(cfr Discurso a los participantes en la Plenaria de la Pontificia Academia
de las Ciencias, 31 de octubre de 2008). ¡Cuántos científicos, de hecho,
tras las huellas de san Alberto Magno, han llevado adelante sus investigaciones
inspirados por el asombro y la gratitud frente al mundo que, a sus ojos de
investigadores y de creyentes, aparecía y aparece como obra buena de un Creador
sabio y amoroso! El estudio científico se transforma entonces en un himno de
alabanza.
San Alberto Magno nos recuerda que entre ciencia y fe hay
amistad, y que los hombres de ciencia pueden recorrer, a través de su vocación
al estudio de la naturaleza, un auténtico y fascinante recorrido de santidad.
(De la
Audiencia general del 24 de marzo de
2010, en la Plaza de San Pedro. Benedicto XVI)
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