Ron Rolheiser
¿Acaso entendemos realmente o llegamos a dominar alguna vez la oración? Sí y no. Cuando intentamos orar, a veces logramos caminar sobre el agua, pero otras veces nos hundimos como una piedra. A veces tenemos un profundo sentido de la realidad de Dios, pero otras veces ni siquiera podemos imaginar que Dios exista. A veces experimentamos sentimientos profundos sobre la bondad y el amor de Dios, pero otras veces sólo sentimos aburrimiento y distracción. A veces nuestros ojos se llenan de lágrimas, pero otras veces divagan furtivamente buscando nuestro reloj de pulsera para ver cuánto tiempo tenemos que estar todavía en oración. A veces nos gustaría permanecer en nuestro lugar de oración para siempre, pero otras veces nos extrañamos hasta de habernos dejado ver en el lugar de oración. La oración tiene un tremendo flujo y reflujo.
Recuerdo una ocasión, años atrás, en la que un hombre se me acercó pidiendo dirección espiritual. Había estado involucrado durante varios años en un grupo carismático de oración y allí había experimentado fuertes emociones religiosas. Pero ahora, para su sorpresa, esas emociones se habían desvanecido. Cuando intentaba rezar, generalmente experimentaba sequedad y aburrimiento. Le parecía que algo no marchaba bien, ya que sus fogosas emociones habían desaparecido. Él lo expresaba así: “Padre, usted ha visto mi biblia, ha visto cómo muchísimas líneas están subrayadas con un color fuerte, porque el texto bíblico me interpeló tan profundamente… ¡Bien, ahora mismo me dan ganas de tirar mi biblia por la ventana, porque nada de aquello significa ya absolutamente nada para mí! ¿Qué me pasa?”
La respuesta rápida podría haber sido: “¡Algo le pasa a Dios!” Pero le indiqué, en vez, la experiencia de Teresa de Ávila quien, después de una temporada de profundo fervor en oración, experimentó diez y ocho años de aburrimiento y sequedad. Hoy le haría leer los diarios de la Beata Teresa de Calcuta, quien, como Teresa de Ávila, después de un cierto fervor inicial en oración, experimentó sesenta años de sequedad.
Abrigamos una ingenua fantasía tanto sobre cuál es el constitutivo de la oración como de la forma de mantenernos en ella. Y lo que con frecuencia está en el centro de esta noción equivocada es la creencia de que la oración tiene que ir acompañada siempre de rebosante fervor, ser interesante, cálida, cargada de actitud espiritual y llena del sentimiento de que realmente estamos orando. Junto con esta noción está la percepción, igualmente equivocada, de que la forma de mantener el sentimiento y el fervor en la oración debe lograrse por medio de constante novedad y variación o por medio de tenaz concentración. Los autores clásicos en espiritualidad nos aseguran que esto es frecuentemente cierto durante los primeras etapas de nuestra vida de oración, cuando somos neófitos en la oración y en la etapa de luna de miel de nuestra vida espiritual; pero se vuelve cada vez menos cierto cuanto más profundamente avanzamos en oración y espiritualidad.
Para gran alivio y consuelo de cualquiera que haya intentado una vida de oración a través de un largo período de tiempo, los grandes místicos nos dicen que, una vez que hemos pasado ya la temprana etapa de luna de miel en la oración, el obstáculo mayor para mantener una vida de oración es el simple aburrimiento y el sentimiento de que en ella no sucede nada realmente significativo. Pero eso no quiere decir que estemos experimentando retroceso en la oración. Con frecuencia quiere decir lo contrario.
Aquí os ofrezco como un palio bajo el que podamos orar, aun cuando luchemos contra el aburrimiento y el sentimiento de que nada significativo esté ocurriendo en nuestra oración: Imagínate que tienes una madre de edad avanzada, recluida en una residencia u hogar de ancianos. Tú eres la hija o el hijo, consciente de tus deberes y, cada noche después del trabajo, durante una hora, dejas todo y pasas el tiempo con ella, ayudándola en la cena, compartiendo los pequeños sucesos de la jornada, y simplemente estando con ella como hijo o hija. Dudo que, salvo en raras ocasiones, tengas muchas conversaciones con ella profundamente emotivas o incluso interesantes. Vistas superficialmente, tus visitas parecerán generalmente como rutinarias, secas e impulsadas por la obligación filial. La mayoría de los días hablarás con tu madre sobre cosas triviales, cotidianas, y tú estarás echando con disimulo una mirada al reloj para ver cuándo se acabará tu hora con ella. Sin embargo, si perseveras en estas visitas regulares a tu madre, mes tras mes, año tras año, entre todos los seres humanos en todo el mundo irás conociendo a tu madre de la forma más profunda, y ella te irá también conociendo a ti de la forma más cabal porque, como afirman los místicos, a un cierto nivel profundo de relación se da la real y auténtica conexión entre nosotros, los humanos, por debajo de la superficie de nuestras conversaciones triviales. Comenzamos a conocernos y acogernos el uno al otro por medio de la simple presencia.
Puedes reconocer esto observando lo contrario: Date cuenta de cómo se relaciona tu madre con tus hijos –sus nietos–, que la visitan sólo ocasionalmente, muy de tarde en tarde. Durante esas raras visitas realizadas de cuando en cuando, habrá emociones, lágrimas y conversaciones más importantes que sobre el clima y sobre las trivialidades de la vida de cada día. Pero sucede así porque tu madre ve a tus hijos tan de tarde en tarde.
En la oración ocurre lo mismo. Si rezamos sólo de vez en cuando, podemos sentir igualmente algunas emociones bastante profundas en nuestra oración. Sin embargo, si oramos fielmente cada día, un año sí y otro también, podemos esperar my poca excitación, cantidad de aburrimiento, constantes tentaciones de mirar al reloj durante la oración… pero se dará un lazo afectivo muy profundo y creciente con nuestro Dios.
Tomado de Ciudad Redonda
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