Dolores Aleixandre, rscj
"La palabra es infinitamente más peligrosa que el silencio, que es discreto por naturaleza. Mediante el silencio no es posible manipular a nadie. Con el silencio es imposible manejar la realidad; la realidad, con el silencio, queda ahí, virgen y misteriosa. El silencio es, por ello, la forma más sublime de respeto existencial” (Pablo D’Ors).
Sublime, si, pero de difícil conquista este habitar el silencio en medio de una cultura dominada por el ruido. Nos lo ofrecen ya como experiencia exótica las agencias de viaje y el costo es alejarse del escenario cotidiano y buscar silencio en lugares muy distantes aún no alcanzados por la civilización y sus estrépitos. Cuando no está a nuestro alcance, podemos recurrir a la imaginación y escapar del centro bullicioso de la ciudad y su tormento de rugidos, embotellamientos y claxones para trasladarnos mentalmente, como si fuéramos espeleólogos, a una sima profundísima y absolutamente silenciosa.
Debió ser algo parecido a eso los que le pasó Elías el profeta que, sin moverse de la cima del monte Horeb, pasó de oír el bramido de la tormenta, el estruendo del terremoto, el gemido del huracán o el crepitar pavoroso de un incendio, a escuchar “la voz de un silencio tenue” (1Re 19,12). Y entonces se le fue el miedo, salió de la gruta en que estaba acurrucado y se puso en pie envuelto en su manto porque aquel silencio, como un heraldo, le anunció que Dios se estaba acercando.
Repetía a su manera lo que había hecho Moisés cuando subió al mismo monte con dos tablas de piedra sin nada escrito en ellas y sin palabras en su boca para aprender a esperar calladamente lo que Dios quisiera comunicarle (Ex 34).
Otros creyentes de la Biblia supieron también de silencios: aquel salmista que se sentía en brazos de Dios tranquilo y silencioso, como un niño satisfecho después de mamar (Sal 131). O aquel orante que, como hablando con su yo profundo, decía: Descansa (permanece silenciosa, quieta…) sólo en Dios, alma mía, porque él es mi esperanza… (Sal 62,6).
Cuenta también una tradición de Israel que Josué mandó detenerse al sol y él se quedó quieto y callado (en hebreo su significado es parecido) (Jos 10,12). También Jesús acalló la tempestad cuando despertó de aquel profundo y asombroso sueño que le tenía tranquilamente dormido en la barca mientras sus discípulos gritaban atemorizados (Mc 4,19).
A Isaías se le acabaron las palabras después de tanto tiempo de gritarlas sin resultado alguno y entonces decidió callarse y quedarse a la espera (Is 8,17). Jeremías también recurrió a gestos acompañados de silencio y, sin decir nada, estrelló un cántaro contra el suelo en presencia de mucha gente. Y sólo cuando le preguntaron anunció que así iba a ser el final del reino, tan sin remedio como un cacharro roto (Jer 19). Jesús recogió esta tradición profética de realizar en silencio algún signo sorprendente que despertara atenciones dormidas y, en la noche en que iba a ser entregado, agarró una jofaina y una toalla y se puso a lavar los pies de sus discípulos, desconcertados y mudos.
Tampoco se atrevían a abrir la boca aquellos reyes de los que habla el Segundo Isaías cuando contemplaron que el misterioso personaje que aparece como “Siervo de Yahvé” ni siquiera tenía aspecto humano (Is 52,15). Era el mismo que había sido enviado por el Señor a proclamar su palabra pero sin gritar, ni clamar, ni vocear por las calles (Is 42,2).
En el Evangelio aparecen personajes de los que sólo se recuerda lo que hicieron y ni una sola de sus palabras: José acogió calladamente a María en su casa (Mat 1, 24); Lázaro salió fuera de su tumba convocado por la orden de su amigo Jesús (Jn 11); una viuda pobre echó cuanto tenía en las ofrendas del templo (Lc 13 41-44); las mujeres que ungieron a Jesús, (Lc 7 36 ss; Mc 14,3-11; Jn 12,1-11) derramaron silenciosamente sus perfumes sobre sus pies o su cabeza. Eran gestos tan elocuentes que no necesitaban el apoyo de las palabras.
También Jesús guardó silencio en su Pasión (Mc 15,17; Lc 23,9) porque con su seguir amando fielmente hasta el final, ya lo estaba diciendo todo.
La palabra silencio (damamah) es femenina en hebreo y posee la belleza casi inaccesible de una novia a la que se ronda con delicadeza y respeto. No se entrega de una vez por todas, hay que irse aproximando a ella con cuidado. Si nos sentimos atraídos por ella, podemos empezar por cosas muy sencillas: apagar cualquier artilugio emisor de ruido, poner nuestro índice en el pulso y sentir los latidos de nuestro corazón; estar atentos al ir y venir de la respiración; juntar una palma con otra y sentir el flujo de energía que fluye de ahí…
Aprender también de los pájaros que, como cuenta Thomas Merton, piden permiso a Dios antes de salir de su silencio de la noche: “Los primeros gorjeos de los pájaros diurnos que despiertan marcan el point vierge, el «punto virgen» del amanecer bajo un cielo aún como sin luz auténtica, un momento de respeto e inocencia inexpresable, cuando el Padre abre los ojos en perfecto silencio. Empiezan a hablarle, no con un canto fluido, sino con una pregunta que despierta, que es su estado auroral, su estado en el point vierge. Su situación pregunta si es hora de que «existan». Él responde «sí». Luego despiertan uno a uno y se hacen pájaros. Se manifiestan como pájaros, empezando a cantar. Al fin, son del todo ellos mismos, y hasta vuelan” (Conjeturas de un espectador culpable p.161).
Quizá ellos participan de la sabiduría del creyente bíblico que afirmaba: “Es bueno esperar en silencio la salvación de Dios” (Lam 3, 25).
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