Ronald Rolheiser
En nuestros momentos de mayor reflexión sentimos la importancia de la oración; sin embargo, tenemos que luchar para orar. No nos resulta nada fácil una oración sostenida y profunda. ¿Por qué?
En primer lugar, luchamos por reservar un tiempo para la oración. La oración no lleva a cabo nada práctico para nosotros; es una pérdida de tiempo desde el punto de vista de tener que ocuparnos de las presiones y tareas de la vida diaria, y por eso titubeamos en el momento de ir allá, a la cita de la oración. Junto con esto, nos resulta difícil confiar en que la oración realmente obre y produzca algo real en nuestras vidas. Además, nos vemos luchando para concentrarnos cuando intentamos orar. Una vez nos hemos instalado o asentado para orar, enseguida nos sentimos agobiados por ensueños, conversaciones inacabadas, melodías medio olvidadas, sinsabores, agendas; y las tareas inminentes que nos esperan tan pronto como nos levantemos de nuestro lugar de oración. Finalmente, nos vemos luchando para orar porque realmente no sabemos cómo orar. Quizás estemos familiarizados con varias formas de oración, desde rezos devocionales hasta diferentes tipos de meditación, pero generalmente nos falta confianza para creer que nuestro propio modo particular de orar, aun con todas sus distracciones y pasos en falso, es oración en el sentido más profundo.
Una de las fuentes a donde podemos recurrir en busca de ayuda es al evangelio de Lucas. El suyo es el evangelio de la oración, mucho más que cualquiera de los otros evangelios. En el evangelio de Lucas encontramos más descripciones de Jesús orando que en todos los demás evangelios combinados. Lucas nos da vislumbres de Jesús orando casi en todo tipo de situaciones: Ora cuando rebosa de alegría, ora cuando agoniza, ora rodeado de otros y ora cuando se encuentra solo por la noche, apartado de todo contacto humano. Ora en lo alto de la montaña, lugar sagrado; y ora en la llanura, donde se desarrolla la vida ordinaria. En el evangelio de Lucas, Jesús ora una barbaridad.
Y sus discípulos no pierden esa lección. Tienen la sensación de que la verdadera profundidad y el auténtico poder de Jesús proceden de su oración. Los discípulos saben que lo que le convierte a Jesús en un ser tan especial, tan diferente de cualquier otro personaje religioso, es que está conectado, a un cierto nivel profundo, a un poder de fuera de este mundo. Y desean esto para sí mismos. Por eso se acercan a Jesús para pedirle: “¡Señor, enséñanos a orar!”
Pero tenemos que tener cuidado para no malinterpretar lo que constituía su atracción y lo que pedían cuando pedían a Jesús que les enseñara a orar. Tenían la sensación de que lo que Jesús sacaba de la profundidad de su oración no era, en primer lugar, su poder de realizar milagros o de silenciar a sus enemigos con un cierto tipo de inteligencia superior. Lo que les impresionaba, y lo que ellos querían también para sus vidas, era la profundidad y la bondad de su alma.
El poder que admiraban y querían para sí era el poder de Jesús para amar y perdonar a sus enemigos, en vez de avergonzarlos y aplastarlos. Lo que querían para sí era el poder de Jesús de transformar un lugar, no por medio de una acción milagrosa, sino por la inocencia cautivadora y por la vulnerabilidad agradable que, como la presencia de un bebé, mantiene a todos controlando con esmero su conducta y su lenguaje. Lo que querían para sí era su poder para renunciar a la propia vida en auto-sacrificio, aun reteniendo la envidiable capacidad de gozar, sin culpabilidad, de los placeres de la vida. Lo que querían era el poder de Jesús para ser generoso y tener corazón grande, para amar más allá de la propia tribu, y para amar del mismo modo a ricos y pobres, para vivir dentro de la caridad, la alegría, la paz, la paciencia, la bondad, el aguante ante el sufrimiento, la fidelidad, la mansedumbre y la castidad… todo ello, a pesar de todo, dentro del ambiente mundano que milita contra estas virtudes. Lo que ellos querían para sí era la profundidad y la bondad de alma de Jesús.
Y los discípulos reconocían que este poder no procedía de dentro de sí mismo, sino de una fuente fuera de él. Se percataban de que él se conectaba a una fuente profunda por medio de la oración, por medio de elevar constantemente a Dios lo que tenía en su mente y en su corazón. Ellos percibían eso claramente y querían también esa conexión profunda para sí mismos. Por eso suplicaron a Jesús que les enseñara a orar.
En última instancia, también nosotros queremos la profundidad y la bondad de Jesús en nuestras vidas. Como los discípulos de Jesús sabemos también quesolamente podemos conseguir esto por medio de la oración, teniendo acceso a un poder que se sitúa dentro del hondón más profundo de nuestras almas y más allá de las mismas. Sabemos también que el itinerario para lograr esa profundidad consiste en aventurarnos hacia adentro, en silencio, a través del dolor y de la quietud, del caos y de la paz, que llegan a nosotros cuando nos apaciguamos para orar.
En nuestros momentos de mayor reflexión y en nuestros momentos de mayor desesperación, sentimos la necesidad de orar; e intentamos dirigirnos a ese hondón profundo. Pero, dada nuestra falta de confianza y nuestra falta de práctica, tenemos que esforzarnos y luchar por llegar allá. No sabemos cómo orar o cómo mantenernos en oración.
Pero en esto estamos bien acompañados; nos acompañan nada menos que por los discípulos de Jesús. Bueno, un buen comienzo es reconocer lo que necesitamos y dónde se encuentra para lograrlo. Tenemos que comenzar con una súplica, la misma de los discípulos: ¡Señor, enséñanos a orar!
Ronald Rolheiser es sacerdote, de los Misioneros Oblatos de María Inmaculada en Estados Unidos.
Tomado de Ciudad Redonda
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