Oh Sabiduría eterna, reflejo de la gloria e impronta del ser del Padre, (Hb 1, 3) que creaste todas las cosas de la nada, que descendiste a este valle de miserias para llevar al hombre a los gozos del paraíso y con tu dulcísima presencia le enseñaste el camino para volver a ti, y como satisfacción del pecado de todos nosotros quisiste ser inmolado corno inocente Cordero ante el Padre, abre por tu preciosa muerte mi corazón para que pueda mirarte siempre con los ojos de una fe pura como al Rey de los reyes y Señor de los señores. (Ap 19, 16)
Oh fortaleza celeste y constancia de mi alma, Jesús dulcísimo, que primero fuiste conducido con crueldad a casa del príncipe Anás, y allí fuiste interrogado por los judíos, que estaban a la lumbre calentándose en el patio, y por el mismo Anás acerca de tu doctrina. Tú respondiste con toda mansedumbre, ellos, en cambio, te golpearon en la cabeza con crueldad. ¡Oh reflejo de la luz eterna y espejo nítido, (Sb 7, 26) con cuánto desprecio taparon tus límpidos ojos, mancharon tu amable rostro con inmundos salivazos e hirieron tu inocente cabeza con tantas heridas!
Oh Jesucristo dulcísimo y redención perfecta del mundo, que después del grande y prolongado martirio, que durante toda la noche sufriste en casa del príncipe Anás, para que tu gran martirio y tu gran amor se manifestasen al mundo entero, fuiste entonces llevado fuertemente custodiado como un ladrón al tribunal de Caifás. Estando ante el juez con gran humildad, fuiste en cambio inicuamente acusado; y aunque eras verdaderamente el mismo Hijo de Dios, ellos, con voces llenas de ira, te declararon reo de muerte.
Oh príncipe único y principio de todas las cosas, Señor de todas las legiones de los ángeles, Jesucristo dulcísimo, estiraron cruelmente tus brazos y así, desnudo, te ataron a una incómoda columna; allí te azotaron cruelísimamente; te vistieron luego de púrpura; te ciñeron una corona de espinas; se burlaron de ti con blasfemias; golpearon tu santa cabeza con sus manos despiadadas. Con tu faz manchada de sangre, llevando en tu cabeza la corona de espinas y con aquel vestido de púrpura, fuiste llevado afuera y mostrado al pueblo. Un juez mortal pronunció la sentencia de muerte contra ti, que eres el autor la vida.
Pero una cosa sé y de ella estoy bien seguro: que portaste todas estas cosas para llevarme a tu amor; y tú, que eres el sumo bien, sufriste las heridas más atroces para pagar mi amor.
Ahora, pues, alma mía, ¡contempla su rostro afable, que enrojecido te indica que en él hallarás la plenitud de toda gracia; mira su cabeza, llena de riachuelos de sangre por las crueles espinas que la atravesaron!
Concédeme ahora, Rey mío, que yo, pequeño esclavo tuyo, te siga por el camino de tu pasión, soporte todos los males de modo que llegue a estar crucificado contigo, para poder así también reinar contigo, por los siglos de los siglos. Amén.
Del "Opúsculo sobre el amor", del beato Enrique Seuze, presbítero OP
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