Rostro
Uno de los hilos de oro que recorren toda la
historia humana lo identificamos como el mantenido empeño de buscar el rostro
de Dios; sobrados ejemplos de este empuje los encontramos en los salmos que nos
hablan con elocuencia del brillo especial de nuestro rostro cuando Dios nos mira
y nos salva; esta luz la advertimos también en toda la experiencia espiritual
de las comunidades creyentes de todas las religiones. Y no faltan autores que
indican que el rostro humano es el espejo de la imagen de Dios, pues con esa
primera intención fuimos creados.
Estamos en la generación del facebook, en la que nuestros rostros cambian a merced de la demanda
de los demás porque no se siente cómoda en los límites de una identidad
supuesta o esperada por los demás. Cambiamos de perfil y de imagen con
frecuencia, como si nos aburriera nuestra externa identidad. No en balde el selfie es uno de los iconos propios de
estos tiempos, pues nos permite mostrarnos al gusto variable de cada instante,
con la compañía y el escenario que gustemos.
La fe en Jesús de Nazaret y en su evangelio, no
obstante, nos indica que, en todo
tiempo, incluso ahora por descontado, somos y seremos más incluso de lo que
imaginamos, trascendemos nuestra propia imagen querida o impuesta, porque el amor
incondicional de un Dios que siempre ejerce de Padre bueno con todos sus hijos
nos habilita para vivir y ser como tales; pues ver su rostro es caer en la
cuenta de que nos alumbra la mejor luz, superior a cualquier imagen de facebook. Desde el evangelio, compartido
en la comunidad de hermanos, nos hacemos el selfie
de hermanos, buscadores del rostro de Dios, nuestra insuperable imagen.
Fr. Jesús Duque OP.