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Primera Estación: Última Cena de Jesús con sus discípulos.
Y tomando pan, después de pronunciar la acción de gracias, lo partió y se lo dio, diciendo: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía». Después de cenar, hizo lo mismo con el cáliz, diciendo: «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros» (Lc 22, 19–20).
Jesús, antes de tomar entre sus manos el pan, acoge con amor a todos los que están sentados en su mesa. Sin excluir a ninguno: ni al traidor, ni al que lo va a negar, ni a los que huirán. Los ha elegido como nuevo pueblo de Dios. La Iglesia , llamada a ser una.
Jesús muere para reunir a los hijos de Dios dispersos (Jn 11, 52). «No sólo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno» (Jn 17, 20– 21). El amor fortalece la unidad. Y les dice: «Que os améis unos a otros» (Jn 13, 34). El amor fiel es humilde: «También vosotros debéis lavaros los pies unos a otros» (Jn 13, 14).
Unidos a la oración de Cristo, oremos para que, en la tierra del Señor, la Iglesia viva unida y en paz, cese toda persecución y discriminación por causa de la fe, y todos los que creen en un único Dios vivan, en justicia, la fraternidad, hasta que Dios nos conceda sentarnos en torno a su única mesa.
Segunda Estación: El beso de Judas.
«Y, untando el pan, se lo dio a Judas, hijo de Simón el Iscariote. Detrás del pan, entró en él Satanás» (Jn 13, 26). «Se acercó a Jesús… y le besó. Pero Jesús le contestó: “Amigo, a qué vienes”» (Mt 26, 49–50).
En la Cena se respira un hálito de misterio sagrado. Cristo está sereno, pensativo, sufriente. Había dicho: «Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer» (Lc 22, 15). Y ahora, a media voz, deja escapar su sentimiento más profundo: «En verdad, en verdad os digo: uno de vosotros me va a entregar» (Jn 13, 21).
Judas se siente mal, su ambición ha cambiado, a precio de traición, al Dios del Amor por el ídolo del dinero. Jesús lo mira y él desvía la mirada. Le llama la atención ofreciéndole pan con salsa. Y le dice: «Lo que vas a hacer, hazlo pronto» (Jn 13, 27). El corazón de Judas se había estrechado y se fue a contar su dinero, para después entregar a Jesús con un beso. Y Cristo, al sentir el frío del beso traidor, no se lo reprocha, le dice: Amigo. Si estás sintiendo en tu carne el frío de la traición, o el terrible sufrimiento provocado por la división entre hermanos y la lucha fratricida, ¡acude a Jesús!, que, en el beso de Judas, hizo suyas las dolorosas traiciones.
«¿Con que darás tu vida por mí? En verdad en verdad te digo: no cantará el gallo antes que me hayas negado tres veces» (Jn13, 37). «Y saliendo afuera, lloró amargamente» (Lc 22, 62).
Un cristiano tiene que ser un valiente. Y ser valiente no es no tener miedos, sino saber vencerlos. El cristiano valiente no se esconde por vergüenza de manifestar en público su fe. Jesús avisó a Pedro: «Satanás os ha reclamado para cribaros como trigo. Pero yo he pedido por ti» (Lc 22, 31). «Te digo, Pedro, que no cantará hoy el gallo antes de que tres veces hayas negado conocerme» (Lc 22, 34). Y el apóstol, por temor a unos criados, lo negó diciendo: «No lo conozco» (Lc 22, 57). Al pasar Jesús por uno de los patios, lo mira…, él se estremece recordando sus palabras…, y llora con amargura su traición. La mirada de Dios cambia el corazón. Pero hay que dejarse mirar.
Con la mirada de Pedro, el Señor ha puesto sus ojos en los cristianos que se avergüenzan de su fe, que tienen respetos humanos, que les falta valentía para defender la vida desde su inicio, hasta su término natural, o quieren quedar bien con criterios no evangélicos. El Señor los mira para que, como Pedro, hagan acopio de valor y sean testigos convencidos de lo que creen.
Cuarta Estación: Jesús, sentenciado a muerte.
«Es reo de muerte» (Mt 26, 66). «Entonces se lo entregó para que lo crucificaran» (Jn 19, 16).
La mayor injusticia es condenar a un inocente indefenso. Y, un día, la maldad juzgó y condenó a muerte a la Inocencia. ¿Por qué condenaron a Jesús? Porque Jesús hizo suyo todo el dolor del mundo. Al encarnarse, asume nuestra humanidad y, con ella, las heridas del pecado. Cargó con los crímenes de ellos (Is 53, 11), para curarnos por el sacrificio de la Cruz. Como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos (Is 53, 3), expuso su vida a la muerte (Is 53, 12).
Lo que más impresiona es el silencio de Jesús. No se disculpa, es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Jn 1, 29), fue azotado, machacado, sacrificado. Enmudecía y no abría la boca (Is 53, 7).
En el silencio de Dios, están presentes todas las víctimas inocentes de las guerras que arrasan los pueblos y siembran odios difíciles de curar. Jesús calla en el corazón de muchas personas que, en silencio, esperan la salvación de Dios.
«Terminada la burla, le quitaron la púrpura y le pusieron su ropa. Y lo sacaron para crucificarlo» (Mc 15, 20). «Y, cargando Él mismo con la cruz, salió al sitio llamado “de la calavera”» (Jn 19, 17).
Cruz no sólo significa madero. Cruz es todo lo que dificulta la vida. Entre las cruces, la más profunda y dolorosa está arraigada en el interior del hombre. Es el pecado que endurece el corazón y pervierte las relaciones humanas. «Porque del corazón salen pensamientos perversos, homicidas, adulterios fornicaciones, robos, difamaciones, blasfemias» (Mt 15, 19). La cruz que ha cargado Jesús sobre sus hombros para morir en ella, es la de todos los pecados de la Humanidad entera. También los míos. Él llevo nuestros pecados en su cuerpo (1Pe 2, 24). Jesús muere para reconciliar a los hombres con Dios.
Por eso hace a la cruz redentora. Pero la cruz por sí sola, no nos salva. Nos salva el Crucificado. Cristo hizo suyo el cansancio, el agotamiento y la desesperanza de los que no encuentran trabajo, así como de los inmigrantes que reciben ofertas laborales indignas o inhumanas, que padecen actitudes racistas o mueren en el empeño por conseguir una vida más justa y digna.
Sexta Estación: Jesús cae bajo el peso de la cruz.
Triturado por nuestros crímenes (Is 53, 5). Jesús cayó bajo el peso de la cruz varias veces en el camino del Calvario (Tradición de la Iglesia de Jerusalén).
Todos, alguna vez, hemos tropezado y caído al suelo. ¡Con qué rapidez nos levantamos para no hacer el ridículo! Contempla a Jesús en el suelo y todos a su alrededor riendo con sorna y dándole algún que otro puntapié para que se levantara. ¡Qué ridículo, qué humillación, Dios mío! Dice el salmo: «Pero yo soy un gusano, no un hombre, vergüenza de la gente, desprecio del pueblo; al verme se burlan de mí, hacen visajes, menean la cabeza» (Sal.22, 7–8). Jesús sufre con todos los que tropiezan en la vida y caen sin fuerzas víctimas del alcohol, las drogas y otros vicios que les hacen esclavos, para que, apoyados en Él, y en quienes los socorren, se levanten.
Séptima Estación: El Cirineo ayuda a llevar la cruz.
«Mientras lo conducían, echaron mano de un cierto Simón de Cirene, que volvía del campo» (Lc 23, 26). «Y lo forzaron a llevar su cruz» (Mt 27, 32).
Simón era un agricultor que venía de trabajar en el campo. Le obligaron a llevar la cruz de nuestro Señor, no movidos por la compasión, sino por temor a que se les muriese en el camino. Simón se resiste, pero la imposición, por parte de los soldados, es tajante. Tuvo que aceptar a la fuerza. Al contacto con Jesús, va cambiando la actitud de su corazón y termina compartiendo la situación de aquel ajusticiado desconocido que, en silencio, lleva un peso superior a sus débiles fuerzas. ¡Qué importante es para los cristianos descubrir lo que pasa a nuestro alrededor, y tomar conciencia de las personas que nos necesitan!
Jesús se ha sentido aliviado gracias a la ayuda del Cirineo. Miles de jóvenes marginados de la sociedad, de toda raza, condición y credo, encuentran cada día cirineos que, en una entrega generosa, caminan con ellos abrazando su misma cruz.
Octava Estación: La Verónica enjuga el rostro de Jesús.
«Jesús se volvió hacia ellas y les dijo: “Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos”» (Lc 23, 27–28).
«El Señor lo guarda y lo conserva en vida, para que sea dichoso en la tierra, y no lo entrega a la saña de sus enemigos» (Sal 41, 3).
Le seguía una multitud del pueblo y un grupo de mujeres que se golpeaban el pecho y se lamentaban llorando. Jesús se volvió y les dijo: «No lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos». Llorad, no con llanto de tristeza que endurece el corazón y lo predispone a producir nuevos crímenes… Llorad con llanto suave de súplica, pidiendo al cielo misericordia y perdón. Una de las mujeres, conmovida al ver el rostro del Señor lleno de sangre, tierra y salivazos, sorteó valientemente a los soldados y llegó hasta Él.
Se quitó el pañuelo y le limpió la cara suavemente. Un soldado la apartó con violencia, pero, al mirar el pañuelo, vio que llevaba plasmado el rostro ensangrentado y doliente de Cristo. Jesús se compadece de las mujeres de Jerusalén, y en el paño de la Verónica deja plasmado su rostro, que evoca el de tantos hombres que han sido desfigurados por regímenes ateos que destruyen a la persona y la privan de su dignidad.
Novena Estación: Jesús es despojado de sus vestiduras.
«Lo crucifican y se reparten sus ropas, echándolas a suerte» (Mc 15, 24).
«De la planta del pie a la cabeza no queda parte ilesa» (Is 1, 6).
Mientras preparan los clavos y las cuerdas para crucificarlo, Jesús permanece de pie. Un despiadado soldado se acerca y, tirándole de la túnica, se la quita. Las heridas comenzaron a sangrar de nuevo causándole un terrible dolor. Después se repartieron los vestidos. Jesús queda desnudo ante la plebe. Le han despojado de todo y le hacen objeto de burla. No hay mayor humillación, ni mayor desprecio.
Los vestidos no sólo cubren el cuerpo, sino también el interior de la persona, su intimidad, su dignidad. Jesús pasó por este bochorno porque quiso cargar con todos los pecados contra la integridad y la pureza, y murió para quitar los pecados de todos (Hb
9, 28).
Jesús padece con los sufrimientos de las víctimas de genocidios humanos, donde el hombre se ensaña con brutal violencia, en las violaciones y abusos sexuales, en los crímenes contra niños y adultos. ¡Cuántas personas desnudadas de su dignidad, de su inocencia, de su confianza en el hombre!
Décima Estación: Jesús es clavado en la cruz.
Y cuando llegaron al lugar llamado «La Calavera », lo crucificaron allí, a Él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda (Lc 23, 33).
Habían conducido a Jesús hasta el Gólgota. No iba solo, lo acompañaban dos ladrones que también serían crucificados. Lo crucificaron; y, con Él, a otros dos, uno a cada lado, y en medio, Jesús (Jn 19, 18). ¡Qué imagen tan simbólica! El Cordero que quita el pecado del mundo se hace pecado y paga por los demás. El gran pecado del mundo es la mentira de Satanás, y a Jesús lo condenan por declarar la Verdad : su ser Hijo de Dios.
La verdad es el argumento para justificar la crucifixión. Es imposible describir lo que padeció físicamente el cuerpo de Cristo colgando de la cruz, lo que sufrió moralmente al verse desnudo crucificado entre dos malhechores y sentimentalmente, al encontrarse abandonado de los suyos.
Jesús en la cruz acoge el sufrimiento de todos los que viven clavados a situaciones dolorosas, como tantos padres y madres de familia, y tantos jóvenes, que, por falta de trabajo, viven en la precariedad, en la pobreza y la desesperanza, sin los recursos necesarios para sacar adelante a sus familias y llevar una vida digna.
«Jesús, clamando con voz potente, dijo: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”. Y, dicho esto, expiró» (Lc 23, 46).
«Pero al llegar a Jesús, viendo que ya había muerto, no le quebraron las piernas» (Jn 19, 33).
Era sábado, el día de la preparación para la fiesta de la Pascua. Pilatos autorizó que les quebraran las piernas para acelerarles la muerte y no quedaran colgados durante la fiesta. Jesús ya había muerto, y un soldado, para asegurarse, le traspasó el corazón con una lanza. Así se cumplieron las Escrituras: No le quebrarán ni un hueso.
El sol se oscureció y el velo del Templo se rasgó por la mitad. Tembló la tierra… Es momento sagrado de contemplación. Es momento de adoración, de situarse frente al cuerpo de nuestro Redentor: sin vida, machacado, triturado, colgado…, pagando el precio de nuestras maldades, de mis maldades…
Señor, pequé, ¡ten misericordia de mí, pecador! Amén.
Jesús muere por mí. Jesús me alcanza la misericordia del Padre. Jesús paga todo lo que yo debía. ¿Qué hago yo por Él? Ante el drama de tantas personas crucificadas por diferentes discapacidades, ¿lucho por extender y proclamar la dignidad de la persona y el Evangelio de la vida?
Duodécima Estación: El descendimiento de la cruz.
«Pilatos mandó que se lo entregaran» (Mt 27, 57).
«José, tomando el cuerpo de Jesús, lo envolvió en una sábana limpia» (Mt 27, 59).
Cristo ha muerto y hay que bajarlo de la cruz. Acerquémonos a la Virgen y compartamos su dolor. ¡Qué pasaría por su mente! «¿Quién me lo bajará? ¿Dónde lo colocaré?» Y repetiría de nuevo como en Nazaret: «¡Hágase!» Pero ahora está más unida a la entrega incondicional de su Hijo: «Todo está consumado». Entonces aparecieron José de Arimatea y Nicodemo, que, aunque pertenecientes al Sanedrín, no habían tenido parte en la muerte del Señor. Son ellos quienes piden a Pilatos el cuerpo del Maestro para colocarlo en un sepulcro nuevo, de su propiedad, que estaba cerca del Calvario.
Cristo ha fracasado, haciendo suyos todos los fracasos de la Humanidad. El Hijo del hombre ha sido eliminado y ha compartido la suerte de los que, por distintas razones, han sido considerados la escoria de la Humanidad , porque no saben, no pueden, no valen. Son, entre otros, las víctimas del sida, que, con las llagas de su cruz, esperan que alguien se ocupe de ellos.
Decimotercera Estación: Jesús en brazos de su madre.
«Una espada te traspasará el alma» (Lc 2, 34).
«Ved si hay dolor como el dolor que me atormenta» (Lam 2, 12).
Aunque todos somos culpables de la muerte de Jesús, en estos momentos tan dolorosos la Virgen necesita nuestro amor y cercanía. Nuestra conciencia de pecadores arrepentidos le servirá de consuelo.
Con actitud filial, situémonos a su lado, y aprendamos a recibir a Jesús con la ternura y amor con que ella recibió en sus brazos al cuerpo destrozado y sin vida de su Hijo. «¿Hay dolor semejante a mi dolor?» Y, mientras preparaban el cuerpo del Señor según se acostumbra a enterrar entre los judíos (Jn 19, 40) para darle sepultura, María, adorando el Misterio que había guardado en su corazón sin entenderlo, repetiría conmovida con el profeta: «Pueblo mío, ¿qué te he hecho?, ¿en qué te he molestado? ¡Respóndeme!» (Mq 6, 3).
Al contemplar el dolor de la Virgen , hacemos memoria del dolor y la soledad de tantos padres y madres que han perdido a sus hijos por el hambre, mientras sociedades opulentas, engullidas por el dragón del consumismo, de la perversión materialista, se hunden en el nihilismo de la vaciedad de su vida.
Decimocuarta Estación: Jesús es colocado en el sepulcro.
«Y como para los judíos era el día de la Preparación , y el sepulcro estaba cerca, pusieron allí a Jesús» (Jn 19, 42).
«José de Arimatea rodó una piedra grande a la entrada del sepulcro y se marchó» (Mt 27, 60).
Por la proximidad de la fiesta, se dieron prisa en preparar el cuerpo del Señor para colocarlo en el sepulcro que ofrecieron José y Nicodemo. El sepulcro era nuevo, a nadie se había enterrado en él.
Una vez colocado el cuerpo sobre la roca, José hizo rodar la piedra de la puerta, quedando la entrada totalmente cerrada. Si el grano de trigo no muere…
Y, después del ruido de la piedra al cerrar el acceso al sepulcro, María, en el silencio de su soledad, aprieta la espiga que ya lleva en su corazón como primicia de la Resurrección.
En esta espiga recordamos el trabajo humilde y sacrificado de tantas vidas gastadas en una entrega sacrificada al servicio de Dios y del prójimo, de tantas vidas que esperan ser fecundas uniéndose a la muerte de Jesús.
Recordamos a los buenos samaritanos, que aparecen en cualquier rincón de la tierra para compartir las consecuencias de las fuerzas de la naturaleza: terremotos, huracanes, maremotos…
Oración del Papa a la Virgen
«Madre y Señora nuestra,
que permaneciste firme en la fe,
unida a la Pasión de tu Hijo:
al concluir este Vía Crucis,
ponemos en ti nuestra mirada y nuestro corazón.
Aunque no somos dignos,
te acogemos en nuestra casa, como hizo el apóstol Juan,
y te recibimos como Madre nuestra.
Te acompañamos en tu soledad
y te ofrecemos nuestra compañía
para seguir sosteniendo el dolor
de tantos hermanos nuestros
que completan en su carne lo que falta a la Pasión de Cristo,
por su cuerpo, que es la Iglesia.
Míralos con amor de madre, enjuga sus lágrimas,
sana sus heridas y acrecienta su esperanza,
para que experimenten siempre que la Cruz
es el camino hacia la gloria,
y la Pasión , el preludio de la Resurrección ».
El texto de este Via Crucis ha sido realizado por las Hermanas de la Cruz
(Su fundadora: Sor Ángela de la Cruz ).
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