Entre las preguntas “vitales” que el ser humano de todos los tiempos se hace está la del origen del mal: ¿Hasta dónde puede llegar la maldad de algunos? ¿Por qué no progresamos para eliminarlo? ¿Dónde está su origen? ¿Por qué todos estamos tocados por él? La filosofía, la psicología, la sociología o la religión intentan dar respuestas a lo que no la tiene. En este sentido nos hablan las lecturas de este domingo. El mal, el poder, el daño producido por otros, el hecho de quitar la dignidad siguen dejándonos sin respuesta aún en nuestros días.
El mal tiene su origen en “la oscuridad de la noche”, en alguien misterioso (sin nombre ni rostro, anónimo) que lo siembra. Y crece bajo la apariencia de bien, confundiéndose con él. Germina siempre en el campo bueno. Cualquiera puede haberlo sembrado, quizás nosotros mismos. Porque el mal forma parte de nuestra fragilidad, de nuestra humanidad. Por más justicia o venganza que inventemos será difícil arrancarlo de esta tierra. Crece profundo, y sus pequeñas raíces también se hunden en nuestra vida.
No se trata de ver cómo quitar el mal, pues parece imposible. Se trata de saber convivir con él. De reconocernos infinitamente cómplices de él. Pero sobre todo hermanos, “solidarios”, con quienes lo practican. La medicina de Dios es la misericordia, la compasión, el perdón. El mal no es frenado por la venganza, ni el hombre es más humano por practicarla. El bien llega por el perdón. La reconciliación humaniza, sana, redime, repara. Que esta pedagogía de Dios empape nuestra vida y nuestras relaciones y se extienda por la sociedad en la que vivimos. Entonces el mundo será más humano y más justo.
Domingo XVI Tiempo Ordinario (A)
Sabiduría 12, 13.16-19
Salmo 85
Romanos 8, 26-27
Mateo 13, 24-43
Homilía de dominicos.org
Reflexión de J.A. Pagola
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