“El dejo [el fin] con
que el Salvador del mundo acabó la
vida y se despidió de sus discípulos, antes que entrase en la conquista de su pasión, fue lavarles él
mismo los pies con sus
propias manos, y ordenarles el Santísimo Sacramento del altar, y predicarles un
sermón lleno
de toda la suavidad, doctrina y consolación que podía ser (cf. Jn 13,1ss).
Porque tal gracia
y tal despedida como esta pertenecía a la suavidad y caridad grande de este
Señor.
Pues, como haya muchas cosas señaladas que considerar en este hecho tan
notable, la primera
que luego se nos ofrece es este ejemplo de humildad inestimable del Hijo de
Dios, cuyas
grandezas comenzó el evangelista a contar al principio deste Evangelio, para
que más claro
se viese la grandeza desta humildad, comparado con tan grande majestad. Como si dijera: «Este Señor, que sabía todas las cosas; este que era Hijo de Dios,
y que dél había venido
y a él se volvía; este, en cuyas manos el Padre había puesto todas las cosas:
el cielo, la tierra,
el infierno, la vida, la muerte, los ángeles, los hombres y los demonios, y,
finalmente, todas
las cosas; este tan grande en la majestad, fue tan grande en la humildad, que
ni la grandeza
de su poder le hizo despreciar este oficio, ni la presencia de la muerte
olvidarse deste
regalo, ni la alteza de su majestad dejar de abatirse a este tan humilde
servicio, que es uno de
los más bajos que suelen hacer los siervos». Y así como tal se desnudó, y ciñó,
y echó agua
en una bacía, y él con sus propias manos, con aquellas manos que criaron los
cielos, con aquellas
en que el Padre había puesto todas las cosas, comenzó a lavar los pies de unos
pobres pescadores
y, lo que más es, los pies del peor de todos los hombres, que eran los de aquel traidor que le tenía vendido.
¡Oh inmensa bondad!, ¡oh
suprema caridad!, ¡oh humildad inefable del Hijo de Dios! ¿Quién no quedará atónito cuando vea al Criador
del mundo, la gloria
de los ángeles, el Rey de los cielos y el Señor de todo lo criado, postrado a
los pies de los
pescadores y, más, de Judas? No se contentó con bajar del cielo y hacerse
hombre, sino descendió
más bajo, como dice el Apóstol, a deshacerse y humillarse de tal manera, que, estando en forma de Dios, tomase no sólo forma de hombre, sino también de
siervo, haciendo el
oficio propio de los siervos (cf. Flp 2,6-7).
(Fr. Luis de Granada)