1) Hab 1, 2-3; 2, 2-4 ¿Hasta cuándo clamaré, Señor, sin que me escuches? ¿Te
gritaré Violencia, sin que me salves?
¿Por qué me haces ver desgracias, me muestras trabajos, violencias y
catástrofes, surgen luchas, se alzan contiendas? El Señor me respondió así: Escribe la visión, grábala en tablillas, de
modo que se lea de corrido. La visión espera su momento, se acerca su término y
no fallará; si tarda, espera, porque ha de llegar sin retrasarse. El injusto
tiene el alma hinchada, pero el justo vivirá por su fe.
Habacuc ejerció su ministerio profético en el tiempo del rey
Joaquín (605-598 a.C.),
monarca déspota e inepto que frenó la reforma religiosa iniciada por su padre
Josías. El pueblo sufre, una vez más, un periodo de injusticia y corrupción, y siempre
como moneda de cambio en las alianzas con Egipto y Babilonia. Cuando al fin
Joaquín se rebela a Nabucodonosor, se desencadenó la catástrofe: Jerusalén fue
asediada en el 589 a.C.
y el rey murió en dicho asedio.
Habacuc no se resigna a tanta ruina. No entiende el destino de
su pueblo que pasa de un tirano a otro ni tampoco el papel de Dios en esta historia.
En lugar de callarse, interpela, cuestiona, protesta e incluso se rebela y se enfrenta
a Dios en una serie de diálogos recogidos en la primera parte del libro
(1,2-2,20)
En el texto de hoy Habacuc se lamenta por la violencia, el
dolor inocente y la injusticia que afligen a su país, a la sazón sin ley y sin
derecho. El drama del mal en la historia interpela la fe, que tiene una única
certeza: la última y definitiva palabra es la fidelidad a Dios. El ¿hasta cuando? no es expresión de falta
de fe sino súplica ferviente para que Dios se apresure a intervenir. Dios
responde con una visión que el profeta tiene que registrar por escrito, en escritura
legible. La visión se resume en un notable oráculo: el injusto sucumbirá –en el
leccionario: tiene el alma hinchada-, pero el justo vivirá por su fe. Frase
citada por Pablo como argumento fundamental en su carta a los Romanos.
2) II Tim 1, 6-8.13-14 Querido hermano: Reaviva el don de Dios que recibiste
cuando te impuse las manos; porque Dios no nos ha dado un espíritu cobarde,
sino un espíritu de energía, amor y buen juicio. No tengas miedo de dar la cara
por nuestro Señor y por mí, su prisionero. Toma parte en los duros trabajos del
Evangelio según las fuerzas que Dios te dé. Ten delante la visión que yo te di
con mis palabras sensatas, y vive con fe y amor cristiano. Guarda este tesoro
con la ayuda del Espíritu Santo que habita en nosotros.
Es el testamento espiritual de Pablo –se dice lo mismo de su discurso
ante los ancianos de Éfeso en Hech 20,18-35-, la II carta a Timoteo contiene
una serie de consejos y recomendaciones a su discípulo Timoteo, su más cercano
colaborador. Pero las circunstancias han cambiado respecto a la primera carta.
El apóstol, encadenado en Roma, se encuentra al final de su ministerio y se
siente con el deber de alentar a su joven discípulo a mantenerse fiel a su
servicio pastoral y a conservar la sana doctrina.
Pablo recuerda sobre todo la gracia singular de la vocación
apostólica, gracia que también ha recibido Timoteo por medio de la consagración
realizada con la imposición de las manos de parte de Pablo y de todo el colegio
de los presbíteros. Esta gracia ministerial se realiza en tres actitudes características:
la fortaleza, la caridad y la sensatez. Por ello, le exhorta a la audacia
evangelizadora, a la madurez de quien sabe mantenerse firme en el ideal que
aprendió del maestro y a la fidelidad de guardar el tesoro –otras traducciones:
precioso/buen depósito, hermosa tradición, bien preciado-, o sea, el depósito
de la fe que le ha sido encomendado.
3) Lc 17, 5-10 En aquel tiempo, los
Apóstoles le pidieron al Señor: Auméntanos la fe. El Señor contestó: Si
tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a es morera: ‘Arráncate de
raíz y plántate en el mar’, y os obedecería. Suponed que un criado vuestro trabaja
como labrador o como pastor, cuando vuelve del campo, ¿quién de vosotros le
dice: ‘En seguida, ven y ponte a la mesa?’ ¿No le diréis: ‘Prepárame de cenar,
cíñete y sírveme mientras como y bebo; y después comerás y beberás tú?’ ¿Tenéis
que estar agradecidos al criado porque ha hecho lo mandado? Lo mismo vosotros:
cuando hayáis hecho todo lo mandado, decid: ‘Somos unos pobres siervos, hemos
hecho lo que teníamos que hacer’.
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en la sección central o camino a Jerusalén. Su argumento se centra en tener fe y en la actitud de servicio. Dos lecciones expresadas en forma de logion y de parábola.
Los apóstoles dicen a
Jesús: Aumenta nuestra fe, quizá
porque la fe que viven hasta ahora no les parece suficiente. Porque para seguir
al Maestro de Galilea se requiere algo más que la fe tradicional de cada uno,
algo más que seguir las tradiciones. O quizá porque la fe auténtica que anida
en su corazón no llega a la altura ni de un grano de mostaza; porque no es la
cantidad de la fe de lo que aquí se trata, sino la calidad, una fe viva, veraz,
confiada y eficaz. Porque no hay que aumentar ni la doctrina, ni los dogmas, ni
los signos externos, ni los actos devocionales, sino avivar nuestra creencia en
Cristo Jesús, la confianza en su Palabra, la fuerza de su Espíritu. Porque lo
determinante no es creer en cosas, ni multiplicar presencias dichas religiosas,
sino creer en Él, aceptar a Jesús de Nazaret en el corazón de cada uno. Por
esta razón, preciso es conocerle mejor, aceptar el proyecto del Reino de Dios
que es lo nuclear de su mensaje, enamorarse del evangelio y dejar que entre en
nuestra vida el Dios de Jesucristo.
Parece que a medida que
conocen mejor el proyecto de Jesús –el Reino de los cielos- constatan que no
les basta la fe que hasta aquí han detentado, aunque ésta fuera vivida desde la
niñez.
A nosotros nos puede
suceder algo parecido; la fe que ostentamos quizá no sea suficiente para ser
testigos creíbles del evangelio de Jesús. Habrá que recordar que la fe no es
creer una relación de doctrinas, dogmas y principios, sino identificarse con
Jesús de Nazaret, acoger su predicación y proyecto, recibir su Espíritu,
escuchar la Palabra, porque sólo Jesús es el que inicia, sostiene, aumenta y
consuma nuestra fe.
Pero fe
liberada de adherencias que dicen más devoción que confianza y esperanza en el
Dios Padre. Fe alimentada por el Evangelio, por su presencia en la comunidad
congregada en su nombre; creencia que se alimenta en la pasión porque se cumplan
y reconozcan los derechos de Dios en todos los humanos y expresada en
compromisos de compasión y solidaridad con todas las personas que sufren en
nuestro mundo hoy.