miércoles, 31 de marzo de 2021

SEMANA SANTA Y PASCUA EN PANDEMIA: Miércoles Santo

  

Es curioso…

Curioso pero iluminador.

Ayer, martes santo, las lecturas de la Eucaristía nos situaban ante un Siervo de Yahveh, en el libro de Isaías, que se sentía hundido ante el aparente fracaso de su misión y el sinsentido de su vida y su tarea. Y en el evangelio, Jesús, “profundamente conmovido”, descubría a sus discípulos la traición y la cobardía con las que iban a pagar el amor de él por ellos. Era una ocasión propicia para afrontar también las ocasiones en que nuestra existencia o nuestra fe nos conducen a ese sentimiento tan duro, tan triste, tan desesperanzado como el sentimiento de ser un fracasado.

Hoy, miércoles santo, el tono es distinto. Nos sigue hablando el mismo Siervo de Yahveh en Isaías, que se encuentra amenazado, perseguido. Y Cristo, en el evangelio, quiere celebrar la pascua y denuncia a Judas su traición. Los mismos escenarios y situaciones que ayer, pero sin sentimiento de fracaso, sino de audacia, arrojo, seguridad en el triunfo final, serenidad ante la traición.

Los dos tonos nos reflejan: somos vulnerables ante la dificultad, las decepciones, los “silencios de Dios”, las respuestas negativas de los demás a nuestro cuidado y desvelo por ellos. Pero también, que somos fuertes, a veces más de lo que pensamos; que somos capaces de arrostrar dificultades, de gastar generosamente la vida; de luchar para que el mal y la muerte no tengan la última palabra; de sacar fuerzas de flaqueza en gestos, quizás pequeños e ignorados, pero que significan y desarrollan lo mejor de nosotros mismos.

¿Cuál es la clave para esa fortaleza en  la debilidad y la contradicción? El Siervo de Yahveh lo dice bien alto en Isaías:

“Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado,

para saber decir al abatido una palabra de aliento.

Cada mañana me espabila el oído,

para que escuche como los iniciados.

El Señor me ha abierto el oído y yo no me rebelado,

ni me he echado atrás.

En esta comunicación constante con el Señor a través de la oración que busca situarse en la perspectiva de Dios y colaborar diligentemente en su acción salvadora, el Siervo encuentra sentido vital y fortaleza:

                            “Ofrecí la espalda a los que me golpeaban,

                            la mejilla a los que mesaban mi barba.

                            No oculté el rostro a insultos y salivazos.

La comunicación entre Dios y el hombre, hecha de fe-confianza, esperanza activa e ilusionada y amor ferviente y disponible  es la palanca absolutamente necesaria para mover el mundo y adelantar el Reino. Creyendo, esperando y amando, el Siervo constata que:

                            Mi Señor me ayudaba, por eso no quedaba confundido.

                   Por eso ofrecí el rostro como pedernal y sé que no quedaré avergonzado.

                            Tengo cerca a mi abogado ¿Quién pleiteará contra mí?

 

En el relato evangélico de hoy, Jesús sabe que Judas lo ha traicionado y que eso, no por castigo de Dios, sino como consecuencia lógica del mal que pudre el corazón del hombre, va a ser la destrucción de su discípulo. Un discípulo al que se niega llamarlo “traidor”, ni a reducirlo a su pecado: es, ante todo y sobre todo aquel “que ha mojado en la misma fuente que yo”, modo de indicar una profunda comunión de vida, ilusiones, proyectos. Judas le “hará” traición, pero Judas “es” su compañero entrañable. Por eso, cuando se encuentran es Getsemaní a la hora de su prendimiento, Cristo lo recibe con la única expresión posible, la que le sale del corazón: “AMIGO ¿a qué vienes?”

Jesús también ha “sabido decir al abatido una palabra de aliento”.

Con esa fuerza perdonadora, tan divina y tan humanizante, Jesús arrostra su propia muerte en beneficio, como toda su vida y su resurrección, de todos nosotros.

Nosotros, que a veces somos Judas, pero que tenemos que ser siempre como Jesús.

 

P. Francisco J. Rodríguez Fassio, OP


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