martes, 30 de marzo de 2021

SEMANA SANTA Y PASCUA EN PANDEMIA: Martes Santo

 

“Mientras yo pensaba: “En vano me ha cansado, en viento y en nada he gastado mis fuerzas”  Is, 49,4

“En vano…”

La sensación más dura y más deprimente es la sensación de fracaso. Aunque nos requiera mucho valor, decisión, trabajo y paciencia una tarea o un proyecto, si estamos seguros de su resultado positivo, de su éxito, la ilusión, la esperanza, el fruto nos mantienen vivos, activos, entusiastas.

Pero…

El fracaso es otra cosa. Nos hunde en la miseria, no vemos el futuro y nos sentimos ridículos, objeto fácil de las burlas de los demás o de los reproches incluso de uno mismo: “¿quién te creías, iluso?”.

Junto al fracaso, la traición de aquellos por los que se ha trabajado, entregado tiempo, vida, amor, cuidado. Comprobar dolorosamente que todo ha caído en el vacío, y que no te puedes fiar ni siquiera de las promesas de fidelidad de Pedro (“daré mi vida por ti”, Jn 13,37), porque nacen más de la vanidad y competencia con los demás, a los que se considera más cobardes que él (“aunque todos te abandonen, yo no te abandonaré” (Mt 26, 33), que de una humilde y valerosa fidelidad.

Las lecturas de la Eucaristía de este Martes Santo nos quieren introducir a un ámbito íntimo y sagrado: los sentimientos mismos de Jesús en los días de su última semana. Lo indica el evangelista Juan: “Jesús, profundamente conmovido, dijo: os aseguro que uno de vosotros me va a entregar”. “Profundamente  conmovido” (Jn 13, 21) El cuarto evangelio, no relata la agonía de Jesús en Getsemaní, pero señala ahora, dentro de la última Cena la tremenda angustia de su corazón. No teme simplemente por su vida, como a veces tenemos la tentación de pensar reduciendo su miedo y temblor en el huerto a una simple reacción del instinto de conservación de su vida individual ante la tortura y la muerte. No; lo que conmueve y angustia a Jesús, en último término, es el fracaso. Fracaso de su misión, tan amorosa y profundamente asumida, de “reunir a los hijos de Dios dispersos” (Lc 13, 34), para que en la común unión con él, con el Padre y entre ellos (Jn 17, 20-26), tengan vida y la tengan en abundancia y para siempre ya desde ahora (Jn 3, 13-21). Al verse en esta última semana, donde todos y todo se conjuran para acabar con él y con su misión, Cristo se preguntaría como el Siervo de Yahveh: “en vano…”

Leonardo da Vinci comprendió esta tremenda situación de Jesús. Cuando pinta su Última Cena para el refectorio de los dominicos de Milán, no se fija en la comida (acorde con estar pintada en el comedor de los frailes), ni en la Eucaristía (la comida espiritual), sino en el momento en que Cristo, con una inmensa expresión de tristeza, con los brazos abiertos y caídos en una impotencia ante las traiciones y cobardías de sus discípulos (fruto de sus decisiones libres), comunica su conmoción (sentimiento) y la razón de ella: que sus amigos están optando por ser traidores y cobardes. El pintor ha sabido, como nadie antes o después, expresar las distintas reacciones de los apóstoles ante esta declaración: sorpresa, miedo, indignación, interrogarse unos a otros, levantarse de la mesa en un impulso. Y en el centro, solo, sereno pero terriblemente triste, el Señor. Triste, conmovido, herido, pero no derrotado, ni desesperado: Jesús opta por seguir entregándose, por entregarse más y más. Como dice  Fr. Timothy Radcliffe: “en un gesto eucarístico de loca libertad”. Hasta el fin.

Y sin embargo….

“Mientras yo pensaba. “En vano…. En realidad, mi derecho lo llevaba el Señor, mi salario lo tenía mi Dios”( Is 49, 4).

“Ahora es glorificado el Hijo del hombre y Dios es glorificado en él…” (Jn 13,31).

El Siervo de Yahveh de Isaías, en medio de su sensación de fracaso, descubrió que el fracaso no existe. Que hay Alguien que le ha sostenido desde el seno de mi madre, que le sigue sosteniendo, que le ha dado una misión y le ha capacitado para ella. Que su triunfo y el de su tarea está asegurado y, encima, más allá de sus expectativas o de sus cálculos: “Es poco que seas mi Siervo y restablezcas las tribus de Jacob… Te hago luz de las naciones para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra”.

Jesús ve también ahora, que precisamente “este” ahora, no es un fracaso, sino una glorificación: va a hacer resplandecer y realizar el amor del Padre a los humanos hasta el final (“tanto ha amado Dios al mundo, que le entregó a su Hijo para que todo el que crea en él tenga vida” (Jn 3, 16), el suyo por todos (“como el padre me ha amado, así os he amado yo, permaneced en mi amor“ (Jn 15, 9), y cómo en esa disponibilidad al plan de Dios sobre el mundo hasta las últimas consecuencia, nos muestra nuestro propio camino de salvación, de humanización, de superación del mal y de la muerte.

Los especialistas en Biblia nos indican que el misterioso Siervo de Yahveh de Isaías es tanto un personaje histórico como la personificación del Israel fiel a través de la historia, anunciador de la fidelidad de Dios en todo el mundo: pueblo testigo. El nuevo y definitivo Siervo de Yahveh que realiza y proclama la salvación a todos y a cada uno, ahora y siempre, es Cristo cabeza  con nosotros, sus miembros: vid y sarmientos (Jn 15, 1-17) indisolublemente unidos en la vida y en la misión.

En estos días de Semana Santa, dentro de un año de pandemia, donde nos hemos sentido tantas veces fracasados (en parar la enfermedad, en la crisis económica, en acompañar a los seres queridos fallecidos, en superar estados depresivos o conductas insolidarias, etc.), es bueno repetirse con Isaías y Cristo: “Y sin embargo, mi suerte está garantizada por el Señor”. Agradecer la entrega del Señor. No ser  traidores como Judas, ni fanfarrones como Pedro. Acompañar a Jesús en amistad entrañable y compromiso solidario y cantar con el salmo responsorial de la liturgia de hoy:

          “Al Señor me acojo:

          No quede yo derrotado para siempre…

Mi peña y mi alcázar eres tú…

Mi boca contará tu auxilio,

y todo el día tu salvación.”  (Sal. 70).

 

 

P. Francisco J. Rodríguez Fassio, OP











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