“Mientras yo pensaba: “En vano me ha cansado, en viento y en nada
he gastado mis fuerzas” Is, 49,4
“En vano…”
La sensación más dura y más deprimente es la sensación de fracaso.
Aunque nos requiera mucho valor, decisión, trabajo y paciencia una tarea o un
proyecto, si estamos seguros de su resultado positivo, de su éxito, la ilusión,
la esperanza, el fruto nos mantienen vivos, activos, entusiastas.
Pero…
El fracaso es otra cosa. Nos hunde en la miseria, no vemos el
futuro y nos sentimos ridículos, objeto fácil de las burlas de los demás o de
los reproches incluso de uno mismo: “¿quién te creías, iluso?”.
Junto al fracaso, la traición de aquellos por los que se ha trabajado,
entregado tiempo, vida, amor, cuidado. Comprobar dolorosamente que todo ha
caído en el vacío, y que no te puedes fiar ni siquiera de las promesas de
fidelidad de Pedro (“daré mi vida por ti”, Jn 13,37), porque nacen más de la
vanidad y competencia con los demás, a los que se considera más cobardes que él
(“aunque todos te abandonen, yo no te abandonaré” (Mt 26, 33), que de una humilde
y valerosa fidelidad.
Las lecturas de la Eucaristía de este Martes Santo nos quieren
introducir a un ámbito íntimo y sagrado: los sentimientos mismos de Jesús en
los días de su última semana. Lo indica el evangelista Juan: “Jesús,
profundamente conmovido, dijo: os aseguro que uno de vosotros me va a
entregar”. “Profundamente conmovido” (Jn
13, 21) El cuarto evangelio, no relata la agonía de Jesús en Getsemaní, pero
señala ahora, dentro de la última Cena la tremenda angustia de su corazón. No
teme simplemente por su vida, como a veces tenemos la tentación de pensar reduciendo
su miedo y temblor en el huerto a una simple reacción del instinto de
conservación de su vida individual ante la tortura y la muerte. No; lo que
conmueve y angustia a Jesús, en último término, es el fracaso. Fracaso de su
misión, tan amorosa y profundamente asumida, de “reunir a los hijos de Dios
dispersos” (Lc 13, 34), para que en la común unión con él, con el Padre y entre
ellos (Jn 17, 20-26), tengan vida y la tengan en abundancia y para siempre ya
desde ahora (Jn 3, 13-21). Al verse en esta última semana, donde todos y todo
se conjuran para acabar con él y con su misión, Cristo se preguntaría como el
Siervo de Yahveh: “en vano…”
Leonardo da Vinci comprendió esta tremenda situación de Jesús.
Cuando pinta su Última Cena para el refectorio de los dominicos de Milán, no se
fija en la comida (acorde con estar pintada en el comedor de los frailes), ni
en la Eucaristía (la comida espiritual), sino en el momento en que Cristo, con
una inmensa expresión de tristeza, con los brazos abiertos y caídos en una impotencia
ante las traiciones y cobardías de sus discípulos (fruto de sus decisiones
libres), comunica su conmoción (sentimiento) y la razón de ella: que sus amigos
están optando por ser traidores y cobardes. El pintor ha sabido, como nadie
antes o después, expresar las distintas reacciones de los apóstoles ante esta
declaración: sorpresa, miedo, indignación, interrogarse unos a otros,
levantarse de la mesa en un impulso. Y en el centro, solo, sereno pero
terriblemente triste, el Señor. Triste, conmovido, herido, pero no derrotado,
ni desesperado: Jesús opta por seguir entregándose, por entregarse más y más.
Como dice Fr. Timothy Radcliffe: “en un
gesto eucarístico de loca libertad”. Hasta el fin.
Y sin embargo….
“Mientras yo pensaba. “En vano…. En realidad, mi derecho lo
llevaba el Señor, mi salario lo tenía mi Dios”( Is 49, 4).
“Ahora es glorificado el Hijo del hombre y Dios es glorificado en
él…” (Jn 13,31).
El Siervo de Yahveh de Isaías, en medio de su sensación de
fracaso, descubrió que el fracaso no existe. Que hay Alguien que le ha
sostenido desde el seno de mi madre, que le sigue sosteniendo, que le ha dado
una misión y le ha capacitado para ella. Que su triunfo y el de su tarea está
asegurado y, encima, más allá de sus expectativas o de sus cálculos: “Es poco
que seas mi Siervo y restablezcas las tribus de Jacob… Te hago luz de las
naciones para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra”.
Jesús ve también ahora, que precisamente “este” ahora, no es un
fracaso, sino una glorificación: va a hacer resplandecer y realizar el amor del
Padre a los humanos hasta el final (“tanto ha amado Dios al mundo, que le
entregó a su Hijo para que todo el que crea en él tenga vida” (Jn 3, 16), el
suyo por todos (“como el padre me ha amado, así os he amado yo, permaneced en
mi amor“ (Jn 15, 9), y cómo en esa disponibilidad al plan de Dios sobre el
mundo hasta las últimas consecuencia, nos muestra nuestro propio camino de
salvación, de humanización, de superación del mal y de la muerte.
Los especialistas en Biblia nos indican que el misterioso Siervo
de Yahveh de Isaías es tanto un personaje histórico como la personificación del
Israel fiel a través de la historia, anunciador de la fidelidad de Dios en todo
el mundo: pueblo testigo. El nuevo y definitivo Siervo de Yahveh que realiza y
proclama la salvación a todos y a cada uno, ahora y siempre, es Cristo
cabeza con nosotros, sus miembros: vid y
sarmientos (Jn 15, 1-17) indisolublemente unidos en la
vida y en la misión.
En estos días de Semana Santa, dentro de un año de pandemia, donde
nos hemos sentido tantas veces fracasados (en parar la enfermedad, en la crisis
económica, en acompañar a los seres queridos fallecidos, en superar estados
depresivos o conductas insolidarias, etc.), es bueno repetirse con Isaías y
Cristo: “Y sin embargo, mi suerte está garantizada por el Señor”. Agradecer la
entrega del Señor. No ser traidores como
Judas, ni fanfarrones como Pedro. Acompañar a Jesús en amistad entrañable y
compromiso solidario y cantar con el salmo responsorial de la liturgia de hoy:
“Al Señor me
acojo:
No quede yo
derrotado para siempre…
Mi peña y mi alcázar eres tú…
Mi boca contará tu auxilio,
y todo el día tu salvación.” (Sal. 70).
P. Francisco J. Rodríguez Fassio,
OP
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