El futuro llega
Los analistas sociales agotan los calificativos
para denominar los días que vivimos ahora en nuestro mundo: que si apresurados
unos, que si por la inevitable globalización perfilamos una sociedad líquida
que, por tal, mantiene su perfil apenas veinticuatro horas, que tiempos
inciertos, que días increyentes, que momentos apresurados en los que no es
fácil mantener el tipo con un mínimo de dignidad.
Como es evidente, y no cesa de recordárnoslo el
proyecto del Reino de Dios, en todo tiempo nos necesitamos unos a otros porque
el boceto del mañana no lo sabemos hacer a título individual. El diagnóstico
creyente avala este aserto: sin la Palabra no acertamos a leer la pauta de nuestras
vidas. Parece, no obstante, que a los gurús de nuestra cultura no les interesa análisis
tan quieto porque rompe su discurso consistente, en pocas palabras, en que el
futuro no llega nunca, que el momento presente se eterniza. Pero no, el futuro
llega a su pesar.
En este horizonte, el que cree en el Dios Padre de
Jesús de Nazaret, debe poner sus pies en el suelo, sus ojos en los iguales y su
corazón en la Palabra viva. Y ¿para qué? Para grandes discursos, para diseñar
bellas teorías, no por supuesto. Sino para saber sentarse sin prisa al lado del
hermano, escucharlo con empatía, mirarlo con respeto y ofrecerse en todo lo que
uno sepa y pueda hacer. Pero, sobre todo, en ofrecerse. Por el misterio de la
vida que compartimos, por el mero hecho de ofrecernos unos a otros estamos
consolidando nuestros cimientos en la esperanza. No lo olvidemos, vivimos por
lo que esperamos. Y nuestra esperanza cuenta con el diseño del Evangelio.
Fr. Jesús Duque OP.