Cuando llegue el dolor…
Para esta esquina de la mesa de la Palabra de hoy, tomo prestadas las palabras de José Luis Martín Descalzo en su breve poema Mis ojos. Tienen la autoridad del que sobrellevó unas dolencias cardíaca y renal durante años y, en la experiencia de la visita de la enfermedad, como escribió en una Tercera Página del diario ABC, nos dio las mejores páginas de su fe, teología y literatura.
Falleció en 1991 y su testimonio me desafía a revisar la mirada cada vez que piso un hospital. Y no seré yo quien diga que no hay dolor, soledad y desesperación en no pocos de los asistidos en la institución sanitaria. Pero, aún así, también hay mucha humanidad, y de la mejor; y, dicho al modo evangélico, se dan allí los mejores síntomas de los signos del Reino de Dios entre nosotros. Los profesionales que atienden con delicadeza y comunican con cercanía, los que brindan sus cuidados, conocimiento y talento a los enfermos y familiares con expresiones empáticas y animosas, repletas de comprensión y cariño; los que prodigan su amable paciencia con internos y acompañantes; los vecinos de habitación que suplen ausencias y lo hacen con llaneza admirable; quienes saben callar ante fatal diagnóstico y brindan elocuentes lágrimas y fuertes abrazos; aquellos que musitan una última oración, una sentida súplica para ponerse en las manos de su Dios y en él confían; las sonrisas que prodigan a la vera del enfermo auxiliares, celadores, enfermeras, personal de la limpieza; los últimos apretones de mano antes de entrar en quirófano, etc. En definitiva, la terapia de la cordial atención que, aunque no conste en los manuales al caso, producen efectos de ánimos y ganas de curación que son un salmo de gratitud al Padre de la vida, según los creyentes. Múltiples detalles de un perfil samaritano que, por fortuna, sobreabunda en nuestros hospitales, donde llega puntual el dolor a los nuestros.
Fr. Jesús Duque OP.