Navidad: vivir y soñar
La Navidad nos permite a todos soñar. Cierto que producimos
sueños de todos los colores y contenidos, incluso los menos fulgurantes. No solo
aludo al chillón color de nuestras iluminadas calles comerciales en estos días,
se refieran o no al evento de Belén, sino a los de la otra paleta, más
discreta, tierna y, sobre todo, humana, la que los de cerca y los de lejos
compartimos. Estos finales días de diciembre no anulan el programa de la vida
con su dulzura y dolor en dispar distribución.
La cristiana fe nos habilita para poner el
misterio del Dios de los hombres en el centro de nuestro corazón, tomando pie
en la parábola de poner la imagen del niño Jesús en el Belén de nuestras casas.
Esta luz discreta ilumina nuestra esperanza, porque vivimos por lo que esperamos
de su mano. Por eso es tan estimulante disfrutar, a lo navideño, de la grandeza
de lo pequeño (¿por qué será que los inmensos ojos de los niños son los que
mejor dibujan la incógnita de la noche de Belén?), vocear a pulmón lleno el
nombre de los anónimos, sentirse deslumbrado por el brillo de los
desprestigiados, escuchar la armonía del silencio de una noche que se gusta
mucho a sí misma porque su oscuridad está grávida de Dios, abrir la puerta de
nuestra casa/corazón a los descartados. Misterio de Dios que es eclosión de la
vida que el Padre de los cielos comparte con todos nosotros, sus hijos.
La exquisita discreción de la Navidad actualiza
nuestra memoria más cordial e incorpora a nuestra mesa y a la lumbre del corazón
a los que nos enseñaron con un abrazo, con una sonrisa, cuán cálido es el amor
de Dios que nos inmuniza frente a los fríos y olvidos en los que incurre a
veces nuestra convivencia. Que Navidad es volver siempre a la casa, como lo
hace el amigo, nuestro mejor amigo.
Fr. Jesús Duque OP.