«¡Oh Eterna Misericordia!, que cubres los pecados de
tus criaturas y que dices a quienes salen del pecado para retornar a ti: Yo no
me acordaré jamás de que me hayas ofendido.
¡Oh Misericordia inefable! No me sorprende de que nos
pidas sobre los que te persiguen: Quiero que me roguéis por ellos para que yo
tenga misericordia de ellos.
¡Oh Misericordia, que nace de tu Divinidad, Padre
Eterno, y que gobierna el mundo entero! En tu misericordia fuimos creados; en
tu misericordia fuimos creados de nuevo en la sangre de tu Hijo. Tu
misericordia nos conserva. Tu misericordia puso a tu Hijo en los brazos de la
cruz, luchando la muerte con la vida, y la vida con la muerte. La vida entonces
derrotó a la muerte de nuestra culpa y la muerte de la culpa arrancó la vida
corporal al Cordero inmaculado.
¿Quién quedó vencido? La muerte. ¿Cuál fue la causa de
ello? Tu misericordia. Tu misericordia vivifica e ilumina. Mediante ella
conocemos tu clemencia para con todos, justos y pecadores. Con tu misericordia
mitigas la justicia; por misericordia nos has lavado en la Sangre; por pura
misericordia quisiste convivir con tus criaturas.
¡Oh loco de amor! ¿No te bastó encarnarte? ¡Quisiste
morir! Tu misericordia te empuja a hacer por el hombre más todavía. Te quedas
en comida para que nosotros, débiles, tengamos sustento, y los ignorantes,
olvidadizos, no pierdan el recuerdo de tus beneficios. Por eso se lo das al
hombre todos los días, haciéndote presente en el sacramento del altar dentro
del Cuerpo místico de la santa Iglesia. Y esto, ¿quién lo ha hecho? Tu
misericordia.
¡Oh Misericordia! A cualquier parte que me vuelva, no
hallo sino misericordia.»
Santa Catalina de Siena.