Domingo es un hombre libre de los bienes materiales
para seguir libremente a Jesús y para anunciar con toda libertad la buena
noticia de Jesús.

Domingo, que es sumamente compasivo y delicado con
todas las personas, también con los frailes, es intransigente e inflexible en
asuntos de pobreza. Aquí no deja espacio para la dispensa.
En su lecho de muerte deja como herencia a los frailes
la caridad, la humildad y la pobreza. Y de su boca sale la única maldición que
se le conoce, precisamente para impedir cualquier infidelidad en este
compromiso con la pobreza. Constantino de Orvieto recoge que “prohibió con el
más estricto rigor que le era posible, que nadie introdujera en la Orden
posesiones temporales, e imprecó una terrible maldición de Dios y la suya, para
aquel que a la Orden de Predicadores, que la adorna de la profesión de una
singular pobreza, intentara rociarla con el veneno de patrimonios terrenos”.
La pobreza tiene un propósito eminentemente
apostólico. Será una pobreza absoluta, aceptada libremente a impulso del
espíritu evangélico, para la predicación del Evangelio. La base del sustento de
los frailes no serán las posesiones ni las rentas, sino la limosna. Como afirma
Humberto de Romanis, el estatuto de pobreza conviene a los predicadores más que
el estatuto de abundancia, porque tienen que predicar a Cristo pobre e imitar a
los Apóstoles, para evitar la preocupación por las cosas temporales y para
ofrecer confianza a los frailes.
Es una pobreza apostólica en función de la
predicación. Esta pobreza hace del predicador una persona libre, espiritual,
totalmente disponible para la causa del Evangelio. La pobreza y la libertad del
predicador se convierten ellas mismas en un anuncio práctico de la vida
evangélica.
De los libros de
Felicísimo Martínez O.P.:
“Domingo de Guzmán, Evangelio Viviente”
y “Ve y Predica. La predicación dominicana en los siglos XIII y
XXI”.