El altar de la
Virgen se ilumina
y ante él, de hinojos, la devota gente
su plegaria deshoja lentamente
en la inefable calma vespertina.
Rítmica, mansa, la oración camina
con la dulce cadencia persistente
con que deshace el surtidor la fuente,
con que la brisa la hojarasca inclina.
Tú que esta amable devoción supones
monótona y cansada y no la rezas
porque siempre repite iguales sones,
tú no entiendes de amores y tristezas:
¿qué pobre se cansó de pedir limosna,
qué enamorado, de decir ternezas?
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