viernes, 2 de octubre de 2009

San Agustín, barroco recuperado


La primera vez, y hasta anteayer última, que entré en el convento de San Agustín fue en 1982. Luis Marín, dominico y prior del convento, nos enseñó la iglesia a un grupo de alumnos suyos de la Escuela de Magisterio. Apenas iluminada, impidiendo ver su pretérita belleza, ya tenía un aspecto de ruina que se confirmó con su cierre muy poco después. Este lunes volvía a encontrarme a mi antiguo profesor en la reapertura de San Agustín, tras cerca de treinta años de sucesivas obras y restauraciones. Se le notaba feliz.

No era el único feliz aquel día. Las gentes del popular barrio de San Agustín, que no distinguen entre si es iglesia parroquial o conventual (de hecho pertenece a la feligresía de la parroquia de Santa Marina), inundaron sus naves, porque lo consideran «su» templo. Los arquitectos y restauradores veían culminada su obra. Junta de Andalucía, principalmente, Obispado, Ministerio de Cultura y Cajasur, que han contribuido a lo largo de ese a tiempo a su recuperación, estaban satisfechos. Y cualquier cordobés sensible a su historia y patrimonio, también.


El convento de San Agustín tiene una larguísima historia que podemos dividir en dos etapas: la de los agustinos y la de los dominicos. La primera arranca con su fundación en 1328. Ya los agustinos estaban presentes en Córdoba desde la Reconquista y su convento había pasado del Campo de la Verdad al solar del actual Alcázar, antes de llegar a ese emplazamiento: «Estuvimos vagando de otero en otero hasta parar en la calle de Martín Quero», fue un adagio popular entre los frailes, haciendo alusión al nombre primitivo de la calle donde se alzaba su definitivo convento.

Se iniciaron siglos de esplendor. Cárdenas, Venegas, Carrillo y los marqueses de la Guardia y señores de Santa Eufemia escogían sus capillas como sepultura y aportaban dinero. La hermandad de las Angustias nacía allí en el siglo XVI y, con el patronazgo del señor de Villaseca, propietario del vecino Palacio de las Rejas de Don Gome, y el impulso de fray Pedro de Góngora, Juan de Mesa dejaba allí su talla inmortal. En el siglo XVII cambió su faz gótica por una radicalmente barroca, cubriéndose de frescos, yeserías y canes alados. Y allí existió una Virgen del Tránsito, por la cual el barrio de San Basilio denominó a suya «de Acá».


Tiempos difíciles llegaron con la ocupación francesa de 1808 que la convirtió en pajar, destruyendo numerosos frescos. La desamortización de 1836 expulsó a los frailes y sacó en almoneda lienzos y esculturas. El convento se transformó en solar, la iglesia quedó vacía y los vecinos aprovecharon para escarbar en sus muros y verter allí sus aguas. Seriamente dañada la iglesia, el obispo José Pozuelo ofreció en 1900 su gestión a los dominicos, que habían sufrido con su convento de San Pablo un proceso similar al de los agustinos.


Con la Orden de Predicadores, recuperó durante un tiempo su vitalidad, tal y como describió el lunes Pablo García Baena, nacido en la cercana calle de las Parras, que en sus recuerdos de niñez describió un barrio lleno de bullicio y una iglesia plena de altares e imágenes, belleza y armonía, al irlos descubriendo en su penumbra característica. Terminó el poeta citando para San Agustín unas palabras de su titular: «¡Oh hermosura, siempre antigua y siempre nueva!».



Restaurado materialmente el templo, corresponde ahora a los dominicos mantenerlo vivo y abierto a la sociedad y a diversas celebraciones. Para ello la vida pastoral debe ser allí tan atractiva como la joya patrimonial barroca.

Juan José Primo Jurado, en ABC-Córdoba, 30-09-09
 También Diario Cordoba y El Día de Córdoba

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Comparte con nosotros...