viernes, 25 de febrero de 2022

Modos de Orar de Santo Domingo (IV)

 

 

CUARTO MODO DE ORAR DE SANTO DOMINGO DE GUZMAN

 

Después de esto, colocado delante del altar o en el capítulo, fijo el rostro frente al crucifijo, santo Domingo lo miraba con suma atención doblando las rodillas una y otra vez y hasta cien veces, y en ocasiones incluso desde que acababan las completas hasta la media noche. Se levantaba y se arrodillaba, como el apóstol Santiago y el leproso del evangelio, que de rodillas gritaba: Señor, si quieres, puedes limpiarme (Mc 1, 40); y como Esteban, postrado de hinojos en tierra y clamando con voz potente: Señor, no les tengas en cuenta este pecado (Hch 7, 59).

Al santo padre Domingo le invadía entonces una inmensa confianza en la misericordia de Dios, tanto para sí mismo como para todos los pecadores, y también en la protección de los frailes novicios, a los que enviaba de un lugar a otro para que predicasen a las almas.

En ocasiones no podía contener su voz, y los frailes le oían decir: A ti, Señor, estoy clamando, no me guardes silencio, porque si Tú no me escuchas seré como los que bajan a la fosa (Sal 28, 1), y otras expresiones semejantes de la divina Escritura. Pero, otras veces, hablaba en su corazón sin que fuera posible en absoluto percibir su voz (1 Sm 1, 13), y así se quedaba inmóvil de rodillas, con el ánimo absorto, durante bastante tiempo.

Algunas veces, su aspecto en este mismo modo parecía penetrar intelectualmente el cielo, y al instante se le veía inundado de gozo y secándose las lágrimas que le fluían. Se encendía en un inmenso deseo, como el sediento que se acerca a la fuente (Sir 26, 15) o el peregrino que está llegando a su patria. Y, recuperado y animado de nuevo, se movía con suma compostura y agilidad, poniéndose de pie y volviendo a arrodillarse.

Se había hecho tanto a arrodillarse, que incluso cuando andaba de viaje, en las posadas después de las fatigas de la jornada y hasta por los mismos caminos, mientras los demás dormían y descansaban, él tornaba a sus genuflexiones, como si se tratase de una afición personal o de un ministerio propio.

Con este ejemplo enseñaba a los frailes, más por lo que hacía que por lo que decía, de esta manera.

 

En esta cuarta forma de oración encontramos ya que, además de una postura determinada, el cuerpo comienza a moverse. El movimiento supone cambio y novedad; parte de un estado inicial para alcanzar una situación diferente.

En este caso podríamos decir que se trata de la plasmación o el resultado de la actitud de arrepentimiento que Domingo expresaba en el modo anterior, pues vemos como la narración nos indica que, es tras la penitencia arrodillada, cuando el santo comienza a levantarse y volverse a arrodillar.

Un movimiento que, además, es repetitivo pues se trata de que esa transformación no sea meramente postural sino que, desde el cuerpo vaya profundizando y alcance al corazón, la mente, el alma … todo nuestro ser. Es lógico pensar que, para poder conseguirlo, consistiera en un proceso sereno y pausado.

Desde la experiencia de la propia debilidad comprendemos que la conversión no es algo que podamos alcanzar por nosotros mismos, sino un don de Dios. Ante Cristo en la cruz, santo Domingo, en primer lugar, implora esa Gracia al Señor, para él y para los demás. Este modo de orar alberga, pues, una importante dimensión intercesora, una oración profunda por el bien de los hermanos, por aquellos a los que más amamos y también por las personas que sufren y desconocemos. Evidencia así que nuestro desarrollo en la fe no puede ser algo egoísta, que busque únicamente la salvación personal, sino que es un recorrido compartido que solo puede efectuarse desde la comunión universal.

Se trata de una plegaria cargada de esperanza y compromiso personal que le lleva a experimentar ese ascenso que supone el ponerse en pie, el “levántate y anda” del Evangelio, la restitución de la dignidad recibida del Padre… y así, erguido, podía contemplar la cercanía de Dios y llenarse de santa alegría.

Y cuando descubrimos y vivimos esa inmensa felicidad es cuando nos damos cuenta de que necesitamos, de que queremos más de Él. Comprendemos que la conversión no es un hecho puntual sino un dinamismo que ha de impregnar toda nuestra existencia, por eso Domingo volvía a reiniciar el proceso en la genuflexión.

El cuarto modo de orar nos invita a creernos de verdad que Dios puede renovar nuestra realidad, a tener la valentía de quererlo así, a levantarnos de los colchones que adormecen nuestra vida para poder dar la mano al otro y, juntos, contemplar que Él siempre está ahí, muy cerca, llenándonos de todo aquello que auténticamente necesitamos para ser felices.

 

Fr. Félix Hernández Mariano, OP

 

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