En estos
días no deja de martillear mi ánimo las palabras de la carta de Santiago: El fruto de la justicia se siembra en la paz
para quienes trabajan por la paz (3, 18).
Porque se puede vender de mala manera el silencio de las armas cuando éstas
aún humean por las vidas inocentes segadas. Las armas ya han matado demasiado y
cada vez que se escenifica la performance
de una falsa paz, se renueva el dolor de los deudos que se vieron cual
protagonistas en una refriega política sin comerlo ni beberlo. El silencio de
las armas puede, en ocasiones, ser similar al silencio de los sepulcros. El
martilleo de los percutores no se oye ya, pero sí el sordo llanto de las gentes
que solo les queda la lágrima de por vida por los suyos ausentes y guardar con
la encomiable entereza que manifiestan la cariñosa memoria de los suyos.
La paz es
otra cosa, y bueno es no olvidar la recomendación del apóstol Santiago ni
hacernos eco a la falsa escenificación del sinsentido terrorista. Es, debe ser,
dignidad y reconocimiento del daño producido aunque nunca se restañarán del
todo las heridas producidas, pero al menos ayudan a su cicatrización y a saber
convivir con ellas. Estos gestos si desean ser pacíficos tienen que llevar el
atrevimiento de pedir perdón sin caretas, sin verborrea confusa, con la
valentía –si la hubiere- de mirar a unos ojos que nunca se hartan de llorar por
el absurdo de la muerte sufrida. No nos merecimos, en sus diversos momentos,
tanto sufrimiento, como ahora tampoco nos merecemos tanta desconsideración por
parte de quienes o no saben o no se atreven a pedir perdón a sus víctimas y a
cara destapada. No obstante, seguiremos orando al Padre de la Paz que nos
acompañe también en estos momentos, porque el consuelo para los dolientes sigue
siendo necesario día a día.
Fr. Jesús Duque OP.