Y Dios…
Que los teólogos, esos peculiares
médicos de Dios, busquen el rostro de Dios Padre, que tal aporte de salud lo
necesitan el Pueblo de Dios y el mundo, aunque éste haga gala de que no lo
necesita (¡ignorancia más que atrevida!). Los creyentes de a pie seguiremos
enhebrando el hilo de nuestra existencia en la aguja del Evangelio y de la
vida. Lo que no es renunciar a la impresionante experiencia de compartir con
otros creyentes todo lo que en la caja que llamamos Dios ponemos y renovamos.
Es el milagro de la semiología vital, según el cual, cada uno dirá de Dios lo
que vive y sueña en su personal biografía. Y lo que espera y perdona.
Que no es recitar un párrafo
catequético, sino un abrirse a trazar un perfil tan original que responda a la
mejor plantilla de nuestra personal creación y singular vocación. Porque puede
que no todos los hombres queramos estar en Dios, pero sí que Él está en todos
nosotros. Y esto los creyentes no lo olvidamos. Bien que nos empuja hacia la
línea de flotación de nuestra existencia el saber que somos domicilio de lo que
denominamos Dios, aunque no silenciamos que el mal se apresura siempre a
levantar una capilla al lado de nuestro corazón.
Coetáneos nuestros nos dicen que
los creyentes damos mucha paliza con el tema de Dios (Dios nunca es un tema
para el cristiano, sino la vida), y que por más que les hablamos de Él, nunca
terminamos de convencerlos. Es que no se trata de convencerlos, dejémoslo
claro. Y cuando le decimos que si no saben o pueden ver a Dios con sus ojos, que
intenten verlo en los sencillos y en los pobres, su rechazo disfrazado de
perplejidad es patente. Pero es ahí donde con más frecuencia y gusto suele
residir, porque, aquí entre nosotros, si Dios no es amor, no vale la pena que
exista.
Fr. Jesús Duque OP.