Sexto domingo de
Pascua
¿Con quién estoy
cuando estoy solo? ¿con quién puedo contar siempre y para siempre?
Es cierto que
muchas veces en la vida estamos acompañados de muchas personas, pero aunque
estemos acompañados de muchas personas, hay una zona de nosotros mismos
–nuestra interioridad, nuestra mismidad- donde, por mucho que nos quieran y nos
conozcan, nadie puede entrar. Ni nuestros padres, ni nuestros seres más
queridos. Y ahí, cuando nos sentimos más solos, ¿nos sentimos aislados,
abandonados, deshabitados, vacios?
El cristiano sabe
que es un hombre y una mujer habitado. “…volveré a vosotros, no os dejaré
huérfanos…” y eso te cambia la vida. Porque no es una presencia que se impone y
te destruye, sino una presencia que cohabita contigo, te estimula y te
fortalece, con la cual puedes contar.
Y hay muchas veces
en la vida donde también decimos: ¿con quién puedo contar para todo, siempre y
en todo?
La vida, muchas
veces, se presenta como una especie de tribunal donde yo tengo que dar razón de
mí mismo, de mis obras, de mis planteamientos; donde yo tengo también que ser
capaz de responder de mis actos y de sus consecuencias, y, donde muchas veces,
en ese tribunal no me siento comprendido, me siento juzgado demasiado aprisa,
juzgado desde fuera.
Necesitamos un
testigo que hable por nosotros, un testigo de nuestra defensa, alguien que
testifique nuestras razones más profundas. Y ese es el Defensor, el Paráclito,
aquel con quien puedo contar; que es Cristo y el Señor nos da, además, otro
defensor, el Espíritu Santo. Cuando yo estoy con Él, cuando yo me dejo guiar
por Él, ya puede la gente, incluso yo mismo con mis traumas o complejos, decir
lo que quieran de mí mismo. La verdad de mí mismo, la felicidad de mí mismo
está garantizada por alguien con el que se puede contar. No dependo de la
opinión de los demás, ni siquiera dependo de mi opinión, más o menos falsa, más
o menos exagerada por arriba o por abajo. Es un certificado de autenticidad y
de garantía.
Pero, ¿cómo
hacernos conscientes de ese que nos habita y ese que nos defiende? Es cierto
que nosotros tenemos que desarrollar una especial sensibilidad, es decir,
cultivar nuestra fe, para que no se nos oculte lo que está ahí y que muchas
veces no percibimos. Creemos que percibimos con evidencia aquellas cosas que
están delante de nosotros, y no es así. Nuestra capacidad de captación depende
de cómo nosotros estemos atentos y cómo estemos cultivados para darnos cuenta
de las cosas.
Un ejemplo que a
todos nos toca de cerca desde ayer: alguien que sea aficionado al futbol puede
descubrir las jugadas, las estrategias, saber incluso el nombre de cada uno de los que toca el balón
en cada momento; por el contrario, la persona que no le gusta el futbol, que no
se interesa por ese mundo, ni comprende la estrategia, ni comprende lo que
pasa, confunde al portero con el árbitro por que van vestidos distintos, y
resulta que no sabe quién va con el balón.
Y es que la
sensibilidad hay que educarla. La sensibilidad para la música, para el arte… la
sensibilidad para Dios también hay que educarla.
Hay distintas
maneras de educar esa sensibilidad, según sea lo que tengamos delante de
nuestra vida.
Si nosotros tenemos
un problema, la única manera de conocer profundamente es tomarlo con distancia
y ver las causas, ver las razones y, desde ahí, poder encontrarnos con el
problema, solucionar el problema. Es decir, un problema lo conoceremos tomando
distancia, alejándonos.
Un objeto, pensemos
en un árbol, la única manera de conocerlo es acercándonos, tocándolo,
oliéndolo; es por acercamiento, por tocamiento.
¿Y las personas -las
personas humanas y la persona de Dios-, cómo las conocemos? Ni alejándonos, ni
tocándolas, sino internándonos, sumergiéndonos, poniendo en contacto nuestra
intimidad con su intimidad, buceando en el alma, en el espíritu de la otra
persona. Si no, no la conocemos.
¿Cómo conocemos a
Dios? ¿cómo conocemos la presencia de Cristo y del Espíritu en nuestros
corazones? Buceando, internándonos. Eso solo puede hacerlo el amor, un círculo
cerrado que es afecto y, también, aprender a vivir juntos. Es eso que nosotros
llamamos en la espiritualidad el amor a Dios y el seguimiento de Dios; el amor
a Cristo y el seguimiento de Cristo.
Y fijaros en el
texto de hoy de San Juan (Jn. 14, 15-21), Cristo hace como una especie de
círculo: parece que dice lo mismo y lo contrario; porque dice “si me amáis,
guardaréis mis mandamientos”, pero es que después dice “el que sigue mis
mandamientos, ese me ama”. ¿En qué quedamos? ¿por dónde empezamos? ¿O será que somos un
círculo de intimidad, de conocimiento, de amor, de compartir la vida, de
compartir los valores, de tal manera que si no amo, no entiendo de las
personas, porque solamente con amor se comprende a las personas? Pero, si a la vez,
yo no comparto la vida, el amor, no sigo a Jesús, me quedo fuera de Él, de su
intimidad, de su alma, de su misión, del Padre, de los hombres, ¿hasta qué
punto puedo decir que le amo a Él o amo una imagen falsa que me he construido
según mis intereses?
Amar para conocer…
conocer para amar … seguir para amar … seguir para conocer. Todo es compartir
la vida, compartir la intimidad.
Lo decíamos al
principio de la Eucaristía, estos textos no son para explicarnos cosas extrañas, sino para
explicarnos lo que está pasando en nosotros, aquí y ahora, hombres y mujeres de
fe, hombres y mujeres de espíritu, hombres y mujeres de experiencia, de
Jesucristo; hombres y mujeres con sensibilidad espiritual, unos más
desarrollados y otros menos, pero eso solo lo sabe Dios y nuestra conciencia.
¿Qué pasa en nosotros? Porque nos encontramos capaces de andar por la vida de
una manera especial.
Fijáos en la segunda
lectura ( I Pedro 3,15-18) cuando dice Pedro “seáis capaces de dar razón de vuestra
esperanza a quienes os pregunten, pero con mansedumbre, con educación, con
buenos modos”. Porque el gran peligro de nosotros es, por una parte, el
intentar esconder que somos cristianos –nos da vergüenza-, y por otra parte, la
persiguibilidad fanática –imponer a los demás nuestras ideas-.
¿Cómo superar esos
dos peligros? Del miedo a definirse delante de los demás, de dar razón de lo
que queremos, de lo que esperamos, con nuestras palabras, pero sobre todo con
nuestras obras; y, por otra parte, no ser agresivos, no descalificar al
oponente, no insultar al que piensa distinto de nosotros. ¿Cómo vivir la
identidad con educación, con mansedumbre, con respeto? Ahí se verá si yo estoy asumiendo los modos
de Cristo, gracias a mi amistad con Él y a la transformación del Espíritu
Santo, en cuanto persona y en cuanto comunidad. En nuestra comunidad eclesial tiene que ser así.
Y la Primer lectura
(Hch. 8, 5-8, 14-17) también nos habla de otra manera de actuar del hombre de
espíritu. Ha empezado la persecución que ahora se ceba solamente con aquellos
judeocristianos que vienen de lengua griega, que eran siempre un poco
insólitos, porque la mayoría eran extranjeros. La comunidad cristiana
palestinense judía goza de paz. Y en esta persecución –que acabará con Esteban-
en esa dificultad, estos hombres y mujeres, en vez de quedarse parados, aniquilados,
angustiados, asustados, encogidos, se lanzan más allá de las fronteras, a los
márgenes, a predicar al Señor Jesús. Y es curioso que llegan a Samaría. No es simplemente
un trayecto geográfico de pocos kilómetros; es todo un trayecto mental, virtual
–los samaritanos eran los enemigos tradicionales, los herejes confesos,
aquellos que no podían formar parte desde siglos antes del Pueblo de Dios-. Y,
precisamente, allí se habla de Jesús, allí se responde a Jesús, allí puede
venir el Espíritu Santo.
El Papa Francisco
nos habla de los márgenes. ¿Quiénes son los samaritanos hoy entre nosotros? ¿a
qué márgenes tenemos que ir para hablar de Jesucristo e ir descubriendo que
Dios está actuando en ellos? ¿qué itinerarios, no sólo físicos, sino sobre todo
intelectuales, mentales, espirituales, tenemos que hacer, de tal manera que no
caigamos en el miedo ante las dificultades, ni tampoco en la cerrazón de que
solamente los nuestros, “los de toda la vida”, son aquellos que pueden vivir a
Jesucristo? ¿qué cambios nos obliga la verdad de Cristo actuando en la historia
y en la sociedad?¿qué cambios de mentalidad?
Pues todo esto es
vivir la vida en el Espíritu.
Vamos a pedirle al
Señor que estas palabras que hemos oído no sean textos piadosos un poco
incomprensibles, sino guía tremendamente práctica para poder vivir lo cotidiano,
el día a día, lo que nos pasa.
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