«Id...»,
nos dices en todos
los momentos cruciales
del Evangelio.
Para coincidir con
tu sentido hemos de ir,
aunque nuestra
pereza nos suplique que nos quedemos.
Nos has elegido
para estar en un extraño equilibrio.
Un equilibrio que
sólo puede establecerse y mantenerse
en movimiento,
en el impulso.
Es algo similar a
una bicicleta,
que no se tiene en
pie sin avanzar,
una bicicleta que
está apoyada contra una pared
mientras no nos
montamos en ella
para hacerla
marchar velozmente por la carretera.
La condición que
nos ha sido dada
es una inseguridad
universal, vertiginosa.
En cuanto nos
detenemos a observarla,
nuestra vida se
tuerce y flaquea.
Sólo podemos
mantenernos en pie para caminar,
para lanzarnos en
un impulso de caridad.
Todos los santos
que se nos han dado como modelos,
o muchos de ellos,
estaban bajo el
régimen del «Seguro»
—una especie de
Seguridad Espiritual que les protegía
contra los riesgos
y las enfermedades,
que asumía incluso
sus alumbramientos espirituales.
Tenían tiempos
oficiales de oración,
métodos para hacer
penitencia,
todo un código de consejos
y de defensa.
Pero en cuanto a
nosotros,
la aventura de tu
gracia
se desarrolla en un
liberalismo un poco loco.
Te niegas a darnos
un mapa de carreteras.
Hacemos el camino
de noche.
Cada uno de los
actos que realizamos se van iluminando
como señales que se
relevan.
A menudo, lo único
garantizado es este puntual cansancio
del mismo trabajo
que hay que repetir cada día,
de la misma
limpieza que hay que recomenzar,
de los mismos
defectos que hay que corregir,
de las mismas
tonterías que hay que evitar...
Pero aparte de esta
garantía,
todo lo demás
depende de tu fantasía
que se toma muchas
libertades con nosotros.
Madeleine Delbrêl
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