Los textos evangélicos no reproducen una sola palabra
de José, el esposo de María. Se diría que presentan la figura de un hombre
silencioso. Hay muchos tipos de silencio. Está el silencio de los muertos o el
del que no tiene nada que decir, porque su vida está vacía. Está el silencio
lleno de tristeza del desamparado, que sufre, llora y ha perdido toda
esperanza. Está el silencio tenso que se establece cuando dos personas que no
se aman se ven obligadas a estar en un mismo lugar. Está el silencio respetuoso
ante un enfermo o ante una desgracia; el silencio lleno de amor que trasluce la
mirada de los que se quieren. Y está el silencio del que escucha atentamente lo
que el amado tiene que decirle. Sin duda, este último silencio es el que mejor
caracteriza a José de Nazaret. Los Evangelios lo presentan como un hombre
siempre presto a escuchar la voz de Dios que habla a través de los
acontecimientos de su vida y de la vida de aquellos que le han sido
encomendados.
El silencio de José no tiene nada de ingenuo, no
es el silencio del que no se entera o no quiere complicarse la vida. Porque
José sí se entera: se entera de que su esposa está embarazada; se entera de que
el niño está en peligro y, por eso, se lo lleva a Egipto; se entera de que su
hijo se ha perdido y, por eso, lo busca. Y como se entera, tiene miedo. No un
miedo que paraliza, sino un miedo inquietante, que le impulsa a buscar
soluciones respetuosas con su esposa y le mueve a tomar decisiones valientes,
como la de emigrar en busca de un porvenir mejor. José se arriesga como
resultado de una reflexión, hecha posible gracias a un silencio que escucha,
valora y discierne.
En este mundo nuestro el silencio no abunda. Hay
personas permanentemente pegadas a unos auriculares. No sabemos escuchar. El
mundo está lleno de ruido y de furor. Sobran gritos sin sentido y palabras
altisonantes. Necesitamos espacios de paz, silencios que no condenen y permitan
el reencuentro. Cierto, ante muchas injusticias se necesita una palabra fuerte
y profética. Pero otras veces las palabras descalificadoras aumentan la
distancia entre pueblos y personas. Jesús, el hijo de José, en la cruz,
guardaba silencio ante el insulto y no profería amenazas. A veces, políticos y
eclesiásticos pierden una buena ocasión para callarse. Y en las relaciones
interpersonales, el silencio ha sido, más de una vez, el comienzo de una
reconciliación. Mi madre solía recordar el dicho de una amiga suya: “nunca me
he arrepentido de haberme callado”.
La carta de Santiago recomienda ser diligentes
para escuchar y tardos para hablar (1,19), puesto que la verdadera sabiduría no
se demuestra a base de palabrería, sino con “obras hechas con dulzura” (3,13).
En esto San José es todo un ejemplo. Su tarea de custodio de María y de Jesús
es un modelo de humanidad que invita a todos a ser custodios unos de otros, a
protegernos mutuamente.
Martín Gelabert Ballester, OP
Blog: Nihil Obstat
www.dominicos.org
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