Con frecuencia aparecen en nuestro vocabulario expresiones como “ser trigo limpio, sembrar cizaña, meter cizaña…”. Sabemos muy bien lo que significan. Con menos frecuencia tenemos la oportunidad de contemplar los campos de trigo que se extienden juntos a las grandes carreteras, tan simétricos e igualados. Nada destaca entre tanta proporción e igualdad. A lo sumo, una amapola. Y sin embargo, junto con el trigo crece la cizaña. No fueron manos de labrador quienes la colocaron allí: la madre naturaleza que tiene ciertos caprichos se encargó de hacerlo. El hábil agricultor ni siquiera se plantea separarlos: primero porque no distingue; segundo, porque las raíces de trigo y cizaña crecen tan juntas que sería imposible sacar una sin dañar al otro. ¡Deben crecer juntos! ¡Es la mejor solución!
“No son trigo limpio”, pensamos más de una vez al contemplar a algunos personajes que nos trae la actualidad televisiva. O lo mismo decimos de otros más cercanos: conocidos, compañeros de trabajo, familiares… Tendemos a ser jueces, jueces objetivos y perfectos. Y cuando escuchamos la parábola del trigo y la cizaña nos consolamos pensando que -¡pobrecitos!- hay gente muy mala que crece junto a nosotros… ¿Y si fuera al revés? ¿Y si Jesús hubiese pronunciado esas palabras para que nos identificásemos con esa hierba que no es tan limpia? Sólo hace falta mirar hacia adentro un poco para darnos cuenta de que no somos perfectos. Que todos tenemos mucho por lo que sonrojarnos. Que no hay tanta pureza en nuestras opciones ni tanta rectitud en nuestra vida. Al menos no tanta como de la que a veces presumimos. Entonces no tenemos más remedio que cerrar la boca y hacernos humildes, dejarnos de juicios inmisericordes y ser más tolerantes y pacientes.
El Dios cristiano es presentado en las lecturas como el que es justo sencillamente porque perdona (y no condena más que con misericordia), el que juzga con moderación e indulgencia, el que enseña que ser justo, ser cristiano, significa ser profundamente humano. “La gloria de Dios es que el hombre viva” decía san Ireneo en la antigüedad. Es más fácil creer en un Dios de leyes y castigos, es verdad. Es ambiguo y hasta costoso imaginar a un Dios que no tiene más gusto que recrearse en todo lo humano. Que goza mirando y amando. El cristianismo se convierte así en la religión interior por excelencia. La que se alimenta y hace vida al Espíritu que clama “con gemidos inefables”. Somos creyentes de espíritu, que se ponen a la escucha del Espíritu, del Dios que tiene su mejor sagrario en nuestro corazón. ¿Cómo ser creyentes hoy? Siendo profundamente humanos, profundamente misericordiosos, profundamente pacientes, profundamente tolerantes, ¡profundamente profundos!
“No son trigo limpio”, pensamos más de una vez al contemplar a algunos personajes que nos trae la actualidad televisiva. O lo mismo decimos de otros más cercanos: conocidos, compañeros de trabajo, familiares… Tendemos a ser jueces, jueces objetivos y perfectos. Y cuando escuchamos la parábola del trigo y la cizaña nos consolamos pensando que -¡pobrecitos!- hay gente muy mala que crece junto a nosotros… ¿Y si fuera al revés? ¿Y si Jesús hubiese pronunciado esas palabras para que nos identificásemos con esa hierba que no es tan limpia? Sólo hace falta mirar hacia adentro un poco para darnos cuenta de que no somos perfectos. Que todos tenemos mucho por lo que sonrojarnos. Que no hay tanta pureza en nuestras opciones ni tanta rectitud en nuestra vida. Al menos no tanta como de la que a veces presumimos. Entonces no tenemos más remedio que cerrar la boca y hacernos humildes, dejarnos de juicios inmisericordes y ser más tolerantes y pacientes.
El Dios cristiano es presentado en las lecturas como el que es justo sencillamente porque perdona (y no condena más que con misericordia), el que juzga con moderación e indulgencia, el que enseña que ser justo, ser cristiano, significa ser profundamente humano. “La gloria de Dios es que el hombre viva” decía san Ireneo en la antigüedad. Es más fácil creer en un Dios de leyes y castigos, es verdad. Es ambiguo y hasta costoso imaginar a un Dios que no tiene más gusto que recrearse en todo lo humano. Que goza mirando y amando. El cristianismo se convierte así en la religión interior por excelencia. La que se alimenta y hace vida al Espíritu que clama “con gemidos inefables”. Somos creyentes de espíritu, que se ponen a la escucha del Espíritu, del Dios que tiene su mejor sagrario en nuestro corazón. ¿Cómo ser creyentes hoy? Siendo profundamente humanos, profundamente misericordiosos, profundamente pacientes, profundamente tolerantes, ¡profundamente profundos!
Domingo XVI del Tiempo Ordinario
Sb 12, 13.16-19
Sal 85
Rm 8, 26-27
Mt 13, 24-30
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