viernes, 18 de marzo de 2022

Modos de Orar de Santo Domingo (VII)

SÉPTIMO MODO DE ORAR DE SANTO DOMINGO DE GUZMAN

  

 

 “Con frecuencia se le encontraba orando literalmente flechado al cielo, cual saeta lanzada por un arco tenso en línea recta a lo alto (Is 49, 2), con las manos levantadas con fuerza por encima de la cabeza, enlazadas o un poco abiertas como para recibir algo de arriba.

Se cree que entonces se le incrementaba la gracia. Y que, en medio de su arrobamiento, suplicaba a Dios por la Orden que estaba fundando, para sí y para los frailes, los dones del Espíritu Santo y los sabrosos frutos de practicar las bienaventuranzas (Mt 5, 3-10). De manera que cada uno se sintiese dichoso en la absoluta pobreza, en la amargura del llanto, en la dureza de la persecución, en el hambre y sed agudas de justicia, en el ansia de misericordia; y todos se mantuvieran devotos y alegres en guardar los preceptos y en el cumplimiento de los consejos evangélicos.

El santo padre parecía entonces entrar raptado en el santo de los santos y en el tercer cielo (2 Cor 12,2), de tal modo que, después de esta oración, su forma de corregir, gobernar o predicar era la de un profeta, como se narra en el relato de los milagros.

El santo padre no se quedaba mucho tiempo en este modo de orar, sino que volvía en sí mismo, y parecía como venir de lejos o un peregrino en este mundo, lo que fácilmente se podía ponderar por su aspecto y por sus costumbres. Sin embargo, algunas veces los frailes le oían con claridad rezar diciendo con el profeta: Escucha la voz de mi súplica cuando me dirijo a Ti y extiendo mis manos hacia tu santo templo (Sal 28, 2). Y el santo maestro enseñaba con la palabra y con el ejemplo a los frailes a orar así, recordando el salmo: Y ahora bendecid al señor todos sus siervos, dirigid de noche vuestras manos hacia el lugar santo y bendecid al Señor (Sal 134, 1-2). Y también: A Ti, Señor, clamé; escúchame, atiende a mi voz cuando te llamo; el levantar de mis manos como sacrificio vespertino (Sal 141, 1-2).

Todo lo cual, para que se entienda mejor, se muestra en la figura.

 

Por medio de la identificación con Cristo, que nuestro santo mostraba en el modo anterior, se llega necesariamente al Padre y esto precisamente es lo que se expresa ahora, con esta postura.

Si adoptamos esta posición de Santo Domingo, con el cuerpo completamente erguido y los brazos en flecha hacia arriba, lo primero que notamos es una sensación de bienestar: estiramos casi todos los músculos del cuerpo y relajamos las tensiones, pero, además nos parece expansionarnos, como si nos estuviésemos haciendo más grandes de lo que somos y pudiésemos llegar a tocar aquello que no sabíamos que estaba a nuestro alcance.

Estas impresiones físicas favorecen el sentido de la oración, en ella se llenan de significado y se multiplican, porque la totalidad de nuestro yo se dispone hacia el cielo, hacia Dios. Así gozamos del placer de ir tomando más conciencia de la infinidad de su gracia, de su presencia en medio de su pueblo y su cercanía en nuestra vida; disfrutamos del Amor perfecto que no pone condiciones, que nos quiere tal y como somos, que no nos abandona nunca; oramos para que toda nuestra existencia se encamine hacia Él.

Con los brazos elevados ofrecemos nuestro ser por completo y, al tiempo, nos preparamos para acoger todos los dones que el creador nos regala.

Saber que somos todo suyos, confiar en que siempre estamos en sus manos, es lo que alimenta nuestro futuro con la esperanza de saber que caminamos hacia la gran Bienaventuranza, que la meta que se ha concedido es la plenitud de todo eso, el “abrazo” absoluto de Dios, una felicidad mucho más completa de lo que podemos llegar a soñar.

Esta es la experiencia que también ilumina el presente y sana el pasado, pues nos lleva a recordar que Él ha actuado en nuestra historia haciendo maravillas por nosotros, disolviendo nuestros errores en su todopoderosa misericordia y acompañándonos en cada paso, bueno y malo, del peregrinar.

No es de extrañar que Domingo entrara en éxtasis al orar de este modo pues se “transformaba” en una saeta que se orienta certera hacia su feliz destino y, al mismo tiempo, en una señal que indica un camino, que orienta al viajero, que a nosotros mismos nos sirve de guía.

 

Fr. Félix Hernández Mariano, OP

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